Éxitos inesperados que jamás pensamos que se pondrían de moda
La moda tiene fenómenos masivos inexplicables. ¿Comportamiento gregario o borreguismo?.
Gypsy skirt (falda gitana, sin ánimo de ofender). Se anuncia como la prenda ubicua de la temporada estival. No, no estaba en las quinielas de tendencias aventuradas por gurús del estilo y pitonisas de la moda. Tampoco responde a la típica confabulación de diseñadores y marcas. Y desde luego no ha bajado de pasarela alguna para habitar condescendiente la calle. Pero ahí la tienen, por doquier, toda capas de volantes, mini por delante y larga por detrás, a combinar de día o de noche con chanclas, sandalias, deportivas y hasta botas. En el reciente fin de semana de los openings discotequeros de Ibiza ya era un clamor. Así, de repente.
Cierto que a la prenda se le puede poner una etiqueta de referencia, la de Caroline Constas, diseñadora canadiense con base en Nueva York, silencioso best seller digital en Net-a-Porter y Moda Operandi. Su modelo ad hoc de cuadros tuvo hasta el pertinente momento de gloria mediático en un reciente capítulo de The Royals, defendido con desparpajo aristochoni por Alexandra Prat en su papel de princesa británica pasada de vueltas. La sucesión de acontecimientos recuerda, para el caso, a la del vestido de mangas abullonadas que causó estragos entre muchas de las asistentes a las semanas del prêt-à-porter este invierno, devenido en genuino meme e identificado finalmente como un diseño de la londinense Rejina Pyo, otra de esas firmas de las que nadie ha oído hablar. Sin embargo, no es posible dar mayores explicaciones al fenómeno. No hay una casuística de moda a la que apelar. A no ser que se quiera dar pábulo a quienes dicen que no es sino una expresión de esa tendencia a mayores, señalada para esta temporada, por la que se llevará lucir piernas. Vaya, enseñar pierna en verano. Como lo del estampado floral en primavera, rompedor.
«Las tendencias simbolizan la futilidad, pero lo fútil no excluye lo misterioso. Ninguna regla permite comprender a una escala elemental por qué ciertos individuos, que no se conocen y viven a veces a miles de kilómetros los unos de los otros, deciden vestirse de manera similar y sin coacción alguna», apunta Guillaume Erner, sociólogo del Instituto de Estudios Políticos de París. Lo que el ensayista francés, autor del popular Víctimas de la moda (Ed. Gustavo Gili, 2005), viene a decir es que nada escapa a la casualidad de la moda, «una de las formas de dominación de lo arbitrario más perfectas». Así, una vez descartadas las justificaciones evidentes –lo que sienta bien, lo que es práctico o útil, lo que resulta conveniente en cierto momento, lo que aporta novedad, lo que ayuda a encajar–, ¿qué nos queda? ¿La manipulación? ¿El borreguismo? Que resucite Georg Simmel y lo dirima, si puede.
La teoría de la moda como sistema basado en las relaciones, y no en el contenido, del filósofo alemán parece estrellarse contra este tipo de situaciones indumentarias en las que no existe un agente social dinamizador (o, al menos, no se aprecia en apariencia), sino que es la mera proliferación aleatoria, arbitraria, de una prenda la que articula la conversación. Aunque la calle es campo abonado para la experimentación y creación de tendencias asociadas a distintos grupos con intereses diferentes, a veces resulta que ciertas decisiones de vestimenta escapan a cualquier consideración socio-cultural.
Erner recuerda el caso del blazer marinero que, por puro azar, se propagó como una plaga entre los veraneantes franceses en 1996. No fue una decisión consciente, ni siquiera cosa del proverbial trasvase de estatus de clase (la prenda se podría considerar un símbolo de poder, asociada a la imagen del patrón de yate); simplemente, ocurrió, quizá porque la conjunción de oferta y precio hizo su trabajo. No sería descabellado aplicar el mismo razonamiento a otros fenómenos tan actuales como los de la invasión de los minicapazos –otra vez los nuevos clutchs– o la camiseta de Levi’s.
Con el clásico logo rojo del gigante azul, la pieza se instaló entre nosotros el verano pasado y continúa uno más inasequible al desaliento. Cualquier explicación es tan válida como errónea: la que refiere su atractivo vintage, la que apela a cierta nostalgia por el grafismo de los noventa, la que señala su alta disponibilidad y bajo precio, la que aventura la larga sombra de Supreme… «Todos tendrán una teoría, pero pocos acertarán y le darán la vuelta al calcetín. ¿Y si el mal (y los auténticos gilipollas) somos nosotros y no Levi’s?», inquiría el periodista Òscar Broc en su blog Mueran modernos.
Claro que no ver la mano que mece la cuna no significa que no esté ahí, moviendo inquietante los hilos en la sombra. El pesadillesco boom de los zuecos Crocs, a finales de la primera década de los 2000 –la marca se comercializa y empezó anunciarse en España en 2006–, mucho antes de que Demna Gvasalia los hiciera pasar por objeto de deseo vía Balenciaga, fue en realidad el resultado de una estratégica campaña tramada por la agencia Cramer-Krasselt, enfocada a un amplio grupo demográfico de mujeres (las imágenes publicitarias subidas de tono también ayudaron, incidiendo en el viejo adagio de que el sexo vende).
Los pantalones de yoga a todas horas responden a una experiencia tan saludable como estética diseñada por la marca canadiense Lululemon casi con connotaciones de secta. Y algunas voces críticas feministas denuncian que la verdad detrás de titulares como «Enseñar caderas es la tendencia más caliente esta temporada» (leído en la prensa sensacionalista) es la coartada para seguir explotando el desnudo femenino. La cuestión influencer termina de rematar la faena: el culto a la celebridad, elevado a la enésima potencia vía Internet y las redes sociales, obra maravillas por las prendas más absurdas. Véase el caso de los vaqueros tanga, unos tejanos reducidos a esqueleto de los que se encaprichó Kendall Jenner y que ahora también se proclaman «prenda del verano» merced al modelo lanzado por Carmar Denim, para el que ya hay lista de espera.
«El significado de una imagen nunca es seguro», decía el magno filósofo del vestir en su obra de referencia El sistema de la moda. ¿Recuerdan aquella escena de la cinta de culto Chicas malas, en la que a la plástica y malvada Rachel McAdams le recortaban la camiseta a la altura de los pechos para dejarla en ridículo, ella se la ponía sin darle mayor importancia y todas las chicas del instituto imitaban el desaguisado al día siguiente? Lidia con eso, Roland Barthes.
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