El brillo de las cosas
«Observar las cosas que brillan, aunque sea desde lejos, cura todo malestar».
De adolescente me fascinaba la estética de la película Desayuno con diamantes: soñaba con ser como Audrey Hepburn en el filme, una chica neurótica y estilosísima que se pasea por Manhattan con trencas y conjuntos de ropa negros y mira el escaparate de Tiffany’s a través de sus gigantescas gafas de sol. Me reconfortaba la fantasía de pensar que coger un taxi e ir a observar un escaparate de joyas relucientes podría calmar cualquier mal. Una de las primeras veces que visité Nueva York, durante un invierno de tormentas de nieve, le pedí a una amiga que viniera conmigo a ver la famosa tienda para recrear la imagen que tanto me había acompañado.
Pasaron los años y me convertí en una chica que a veces fumaba y casi siempre vestía de negro, y que en últimas también acabaría viviendo Manhattan y pasearía por la Quinta Avenida bajo la lluvia, pero no heredé de Holly Golightly el gusto por las cosas que brillan. Nunca he llevado muchos complementos, y con la edad cada vez he ido poseyendo menos joyas (soy bastante despistada y todos los objetos de valor los he acabado perdiendo), hasta quedarme con tres anillos muy finos y dorados y un par de conjuntos de pendientes. A diferencia de Holly, casi nunca llevo collares o pulseras, y desde hace una década no he lucido perlas.
Mucho tiempo después de haber visto la película de Audrey Hepburn tantas veces, leí la novela de Truman Capote en la que se basa, y me sorprendió lo diferentes que son la Holly del libro, mucho más oscura y deprimida, del personaje burbujeante de la película que durante esa época quise emular. Pero en el centro del relato seguía esa idea de que observar las cosas que brillan, aunque fuera desde lejos, curaba todo malestar. “He comprobado que lo que mejor me sienta es tomar un taxi e ir a Tiffany’s. Me calma de golpe, ese silencio, esa atmósfera tan arrogante; en un sitio así no podría ocurrirte nada malo, sería imposible, en medio de todos esos hombres con los trajes tan elegantes, y ese encantador aroma a plata y a billetero de cocodrilo. Si encontrase un lugar de la vida real en donde me sintiera como me siento en Tiffany’s, me compraría unos cuantos muebles y le pondría nombre al gato”.
La fascinación por lo brillante se puede convertir también en un gusto adquirido, y en un reciente viaje a México me descubrí con sorpresa orbitando en la dirección de objetos dorados, como Holly Golightly y ese escaparate, con ganas de comprar anillos nuevos. La escritora Marlowe Granados describe en su novela Happy Hour que la belleza es una cosa curiosa porque nos hace creer que algo o alguien nos gusta, cuando en realidad lo que queremos es poseerlo. Y que puede que al fin y al cabo en eso consista el deseo, y yo sentí algo parecido mirando anillos en un mercado de Coyoacán.
La llegada del otoño y de los días más fríos me hacen pensar otra vez en Desayuno con diamantes y en la imagen de aquella niña que soñaba con ser como Holly Golightly que descubrió que en realidad, más que collares de Tiffany’s quería novelas de Truman Capote y largos paseos escuchando Moon River. Casualmente, en mi último cumpleaños me regalaron un par de pendientes dorados y un anillo nuevo, muy parecidos a los que anhelé en mi viaje. Esos complementos me llevan a pensar que por grises y complicados que puedan parecer algunos días, siempre puedo coger un taxi y revivir mi adolescencia delante de un escaparate. Y el brillo de las cosas, de cerca y de lejos, me recuerda que siempre hay un remedio para todos los males.
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