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Color, por favor

Viva el ‘tone sur tone’. Pero ¿cuáles son sus orígenes? ¿Qué significa?

Cristina Tosio
Álvaro Beamud Cortés

Vestir con prendas de colores llamativos y coordinados ha sido, durante muchos siglos, signo de riqueza y opulencia. Como ir a la última. Propia de aristócratas, la moda –nacida a mediados del siglo XIV– se convirtió al instante en una manera de distinguirse de las clases pobres y de la burguesía –ataviadas habitualmente en tonos oscuros– y, a la vez, en una forma de enfrentamiento entre los nobles para conseguir destacar y llamar la atención en la corte, lugar de exhibicionismo por excelencia –con la excepción de la corte española de Felipe IV, donde se vestía de negro riguroso… sobre negro–.

Los estilismos monocolor han estado presentes en las tendencias desde tiempos clásicos. Si los primeros total looks importantes fueron el púrpura real y el rojo eclesiástico, más tarde el más significativo fue el negro, que consagró el triunfo de la clase burguesa tras la Revolución Francesa. Fue entonces cuando los hombres renunciaron a la moda, y esta se convirtió en una cuestión exclusivamente femenina: a partir de ese momento las mujeres entraron en una guerra cromática para ver quién resultaba ser la más vistosa.

Así transcurrió la historia hasta que Chanel lanzó su petite robe noire en 1921. Con aquel vestido negro, mademoiselle Coco reivindicaba para la población femenina la misma condición de credibilidad y seriedad que se asociaba a los atuendos masculinos. Y lo hizo justo en el momento en que la mujer se incorporaba al ámbito laboral.

Y desde entonces, el estilismo monocolor pasó casi desapercibido hasta que llegaron los años 60 y un estallido de tonalidades pop inundó los armarios de la mano de una joven generación, que rechazaba cualquier parecido con sus mayores. Rojos, amarillos, azules, verdes, violetas y fucsias excesivos poblaron las calles con unos diseños que ponían de relieve la frescura y la energía de un nuevo estilo, marcado por el espíritu revolucionario. Pasada la crisis de los años 70, los 80 volvieron a un optimismo nada discreto, personificado en los tonos puros –una dosis de rebeldía y extravagancia que se diluiría con el minimalismo de la década de los 90–.

Este otoño, el color en bloque vuelve a la palestra. Independientemente de las vueltas de tuerca que da la moda cada temporada –que, en muchos casos, son revivals del pasado con una mirada más contemporánea–, esta tendencia también es un reflejo de la sociedad actual, sus realidades, miserias, virtudes y anhelos.

En tiempos de crisis, ver color por la calle supone una inyección de positivismo. Los marrones, grises y negros –típicos de épocas otoñales– dan paso a tonalidades vibrantes que evocan la posible llegada de una situación mejor. Y de paso, permiten autoafirmarse, no tener vergüenza a ser visto; más bien, todo lo contrario. El colorblock es provocación. Algo que la diseñadora italiana Elsa Schiaparelli ya se encargó de aclarar en los años 30: «El 90% de las mujeres teme hacerse notar y tiene miedo al qué dirán. Por eso compra un traje gris, cuando debería tener más bien la audacia de diferenciarse». Su tono preferido era el fucsia intenso; le apasionaba porque era «vivificante, como si reuniera toda la luz, los pájaros y los peces del mundo, un color de China y de Perú, pero no de Occidente».

Esta temporada, si tuviéramos que escoger, apostaríamos por el azul y el rojo. Uno frío y otro cálido. Uno tranquilo, el otro pasional. Porque los colores comunican y tienen su propio lenguaje. La nueva consigna: un solo tono, sí, pero sobreponiendo matices. Si el año pasado seguía siendo sinónimo de elegancia llevar zapatos, bolso y cinturón a conjunto, ahora el juego se maximiza y se expande a todo el look. Una imagen apta para mujeres atrevidas cuyo objetivo sigue siendo no pasar desapercibida.

Chaquetón de Ramiro Guardiola (990 euros), vestido de Giambattista Valli (c.p.v.); zapatos de Dior (850 euros), guantes de Varadé (80 euros), medias de Platino (24 euros).

Álvaro Beamud Cortés

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