Así era Mrs. Mellon, la mejor clienta de Balenciaga
Bunny Mellon fue una de las mayores fans (y compradoras) del modisto. En el centenario de la firma, su museo revive el esplendor de la alta costura.
Rica, culta y sumamente discreta. «Mrs. Mellon personifica el esplendor y los valores conceptuales, sociales y estéticos que hicieron de los años 50 y 60 la edad de oro de la alta costura. Amaba la moda, era consciente de lo artístico que había en ella, y nunca olvidó el protocolo que implicaba el vestir», explica Eloy Martínez de la Pera, comisario asociado de la exposición Rachel L. Mellon Collection, dirigida por Hubert de Givenchy. Con esta muestra, el Museo Balenciaga de Getaria (desde el 27 de mayo) celebra el centenario de la apertura del primer negocio del couturier vasco, en el primer piso del número 2 de la calle Vergara de San Sebastián, en 1917. «También se cumplen los 80 años del taller de París, por eso hemos querido recordar la trayectoria empresarial de Balenciaga, y lo hemos hecho a través de una figura que es el arquetipo de la clienta de alta costura: internacional, coleccionista de arte y antigüedades, una mujer cuyo objetivo era rodearse de belleza», resume Miren Vives, directora del museo.
Rachel Lowe Lambert Lloyd Mellon –más conocida en las páginas de The New Yorker, Vanity Fair y The New York Times como Bunny Mellon– vivió 103 años, fue filántropa, demócrata convencida, millonaria de cuna –su padre presidió Gillette y su abuelo había inventado el colutorio Listerine– y devota de la jardinería (su primer encargo se lo hizo la diseñadora Hattie Carnegie, y acabó creando el Rose Garden de la Casa Blanca y los arreglos florales del funeral de su amigo JFK). «A pesar de que siempre se ha dicho que los modelos de la casa no se podían alterar, a ella Balenciaga se lo permitía: solicitaba muchas prendas sin mangas y ciertos modelos se adaptaban a sus necesidades, se convertía el patrón de un vestido de noche en una amplia blusa con bolsillos plastrones para que pudiera usarla como blusón de jardín», señala Igor Uria, director de colecciones del museo y comisario asociado de la exposición.
La estadounidense y el vasco se conocieron gracias a un amigo común, Jean Schlumberger, diseñador de joyas en Tiffany & Co. «En las casas de alta costura, y sobre todo en Balenciaga, necesitabas una presentación para poder ser clienta. Schlumberger había creado muchas piezas para ella y la acompañó a su primera cita con el modista. Conectaron, porque hay paralelismos en su personalidad, la discreción, el amor al arte, y surgió una amistad. Ese mismo verano ella lo visitó en su casa de Igeldo», repasa Vives. No quedan pruebas de ese encuentro, pero sí de su intensa relación: correspondencia, figurines y, sobre todo, prendas. Un legado de más de 500 piezas que Mrs. Mellon donó al museo y del que se han seleccionado 100 objetos para la exposición. Ellos ilustran la aventura empresarial de Balenciaga: de su primer taller abierto en 1917 pasó en 1924 a otro en el número 2 de la Avenida, donde trabajaban unos 100 empleados. «Era un genio, y como tal, si cuando venía a Donosti veía que algo no le gustaba, eso se deshacía y había que volver a rehacerlo», evoca María Dolores Lastra, que entró allí de chiquita –«hacías recados, ibas a por hilos, botones, llevabas las cajas de los encargos»– y salió oficiala. Las clientas, dice, «eran la crème de la crème», y los tejidos, «una barbaridad, de lo que ya no hay».
Sin aparentar el lujo real
Cristóbal Balenciaga aprendió a enhebrar agujas con su madre, Martina Eizaguirre, costurera de la marquesa de Casa Torres. Cuentan que fue esta aristócrata (abuela de Fabiola de Bélgica, cuyo traje de novia haría luego el modista) quien le animó a crear. La primera de sus tituladas y brillantes clientas (además de nobles, Greta Garbo, Elizabeth Taylor o Marlene Dietrich lucieron sus prendas) descubrió a quien se convertiría, según Christian Dior, en «el director de orquesta de la alta costura internacional». De ahí que en este año de aniversario haya otras exposiciones, además de la de Getaria, que reivindican su figura: Balenciaga: Shaping Fashion (Victoria & Albert, Londres) y Balenciaga, l’oeuvreau noir (Bourdelle, París).
Porque el Maestro –como le llamaban sus coetáneos– marcó una época y el común denominador hacia su figura fue el respeto. Coco Chanel sintetizó el porqué: «Es el único couturier en el verdadero sentido de la palabra. Los demás, simples diseñadores de moda». Miguel Elola, creador y profesor que empezó a trabajar en el taller de la Avenida en 1961, revive esa admiración: «Cuando andaba por la casa, aunque no le vieras, sabías que estaba ahí, se hacía un silencio monacal. ¿Miedo? No, lo que había era un gran respeto, porque sabíamos que estábamos trabajando con una gran figura. Era un ser supremo».
Eso se reflejaba en sus gustos, que encajaban a la perfección con los de Bunny Mellon. «Compartían una querencia por lo bello. Su sencillez y ausencia de soberbia hizo que existiera una enorme complicidad», resalta Martínez de la Pera. Un perfil refinado, pero no ostentoso. De hecho, el lema de la millonaria era «Nothing should be noticed» (Mejor no aparentar). Y eso que podría haberlo hecho: su segundo marido, Paul Mellon –apasionado de la cría de caballos y el empresario más rico de su época–, y ella atesoraron una gran colección privada de Rothko y su nombre aparecía en la lista de las mejor vestidas de la creadora de este concepto, Eleanor Lambert. «Uno de los talleres cosía en exclusiva para ella. Si encargaba un vestido blanco, se hacía tres o cuatro para no mandarlo al tinte. Pedía varios modelos iguales, uno para cada una de sus mansiones en Antigua, Nantucket, Oyster Harbors, Cape Cod, sus apartamentos en París, su casa en Nueva York o su residencia oficial, Oak Spring Farm, así evitaba hacer maletas», detalla el comisario asociado. «La gran demanda de modelos hizo que la casa llegara a realizarle incluso la lencería, algo que no era habitual para el resto de las clientas», añade Uria.
Entre 1956 y 1968 –año del cierre de la firma– Bunny fue fiel a Balenciaga, quien en su retirada encomendó a su mejor seguidora a uno de los alumnos aventajados de su taller, Hubert de Givenchy. «Clientas como ella convertían al creador en amigo confidente, haciendo de la lealtad un elemento esencial en los talleres de alta costura», apunta Martínez de la Pera. ¿Cuál era el secreto de esa fidelidad? Uria no duda: «Saber que cada vez que acudía vestida de uno de estos dos diseñadores destacaba discretamente»
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