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Cabezas locas

Los sombreros vuelven a estar de moda y salen a la calle. Pero el complemento más excéntrico y uno de los más históricos exige arrojo y valentía.

Sombrero
Getty Images

Lo que anhelo cuando diseño un sombrero es que logre que el corazón se acelere», declaraba el creador británico Philip Treacy, autor del polémico marco-lazo-cornamenta-escultura que lució la princesa Beatriz Windsor en la boda de Catalina Middleton. Oscar Wilde decía que «un buen sombrero está hecho de nada»; e Isabella Blow, musa excéntrica de Treacy y directora de moda de Tatler y The Sunday Times, que se suicidó en 2007 y que fue enterrada, por supuesto, con la cabeza cubierta por una creación de Philip, creía que «llevar sombrero es como someterse a una operación de cirugía estética».

Firmas como Christian Dior, Marc Jacobs, Lanvin o Nina Ricci han incluido sombreros entre sus propuestas para este otoño-invierno y han llenado las pasarelas de modelos legendarios como la pamela de fieltro de ala ancha que lucía Brigitte Bardot en los años 70; el clásico Fedora, que llevaban las actrices en las películas de los años 40; turbantes inspirados en los que exhibía Grace Kelly en sus eternos veranos; o el casquete de leopardo que inmortalizó Audrey Hepburn en Charada y que conmovió tanto a Bob Dylan, que incluso le dedicó una canción en 1966, Leopard-skin pill-box hat (del álbum Blonde on Blonde).

Hasta ahora ningún otro complemento de moda había trascendido tanto su condición para convertirse en fetiche, estandarte o seña de identidad, ni había cambiado de clase social y de personalidad a lo largo de la historia de la forma tan caprichosa como lo ha hecho esta pieza que cubre nuestras cabezas.

Si en el siglo XIX las mujeres no podían ni siquiera atreverse a salir de casa sin sombrero porque resultaba indecoroso, ahora el propio acto de ponerse algo que oculte nuestras ideas requiere, más que una actitud conformista, un arranque de originalidad y valentía, que no siempre está al alcance de todos. Como apunta la diseñadora inglesa de sombreros Prudence –colaboradora habitual de Vivienne Westwood–, en declaraciones a S Moda, «en una época en la que el desaliño es aceptable, ponerse un sombrero es llamar la atención, es convertirse en un excéntrico. Los sombreros son un punto de exclamación. Muestran el alma».

Antes de que los caprichos de la moda rescataran de nuevo las cabezas adornadas, el Reino Unido fue, durante muchos años, reducto y parque natural de los tocados y sombreros, por aquel entonces complementos en vías de extinción. Siempre quedaban Ascot, las normas de protocolo –que obligan a una mujer a llevar sombrero en los acontecimientos más relevantes (Samantha Cameron, esposa del primer ministro británico, David Cameron, fue muy criticada por llevar la cabeza al descubierto en la pasada boda real)– y, por supuesto, la reina de Inglaterra, que no da un paso sin poner su cabeza a cubierto. El sombrerero Philip Treacy, en una conversación que mantuvo con la reina Isabel II de Inglaterra, se atrevió a saltarse el rígido protocolo (normalmente se aconseja no interrogar a su alteza) y osó preguntarle si se sentía cómoda con sombrero, a lo que ella contestó: «Es parte del uniforme».

Los españoles siempre hemos sido mucho más tímidos con relación a este complemento, e incluso hemos exhibido un sentido del ridículo desmesurado y un tanto peculiar. Como apunta la sombrerera Mayaya Cebrián, autora junto a Pablo Merino del sombrero que la princesa Letizia llevó a la ya legendaria boda británica del año, «a los españoles nos da vergüenza llevar sombrero; pero el único que hemos adoptado es, curiosamente, el menos favorecedor de todos: el modelo tipo Barbour, más propio de los días de lluvia. Sin embargo, esta actitud está cambiando. Hace 20 años, cuando abrimos nuestro taller Pablo y Mayaya, en Valladolid, nuestros amigos nos decían que no podríamos vivir de esto y, de hecho, al principio, las únicas clientas eran señoras que querían una pamela para asistir a una boda. Pero ahora sus hijas están deseando que haya una ocasión para ponerse sombrero o lucir un tocado».

Amalia Descalzo, doctora en Historia del Arte de la Universidad Autónoma de Madrid, investigadora en indumentaria histórica y profesora de Historia de la Moda, ofrece una explicación fundamentada a nuestra aversión a taparnos la cabeza: «En España las mujeres dejaron de usar sombrero a finales del siglo XVIII a favor de la mantilla. Un gesto que tuvo mucho que ver con un espíritu antifrancés, que buscaba un acercamiento al pueblo y a lo castizo. La reintroducción de este accesorio en el siglo XIX, de la mano del romanticismo, provocó críticas que lo calificaban de antinacional, pero que también escondían una negación a que las otras clases sociales lucieran adornos propios de la aristocracia».

Charo Iglesias, sombrerera y presidenta de la Asociación Española de Sombreros, apunta cómo, después de la Guerra Civil española, un sombrerero apellidado Brave (con tienda del mismo nombre en la madrileña calle Montera) ideó para vender sus productos un eslogan que decía: «Los rojos no llevaban sombrero». Sin duda, una gran idea publicitaria en una época en la que nadie quería ser públicamente identificado como de izquierdas. «Poco a poco, los sombreros fueron colándose en el día a día de los españoles», señala Charo; «y en los años 40 y 50, volvieron a ser una pieza fundamental del vestuario, que no faltaba ni en los uniformes del colegio. Es más tarde, en los años 60, cuando el movimiento hippy destierra definitivamente el sombrero clásico a favor de la melena (aunque también adoptaron formas más relajadas de cubrirse la cabeza). John Kennedy fue el primer presidente de los EE UU en no llevar sombrero».

Apesar de todo, en nuestro país nunca han faltado abanderadas de este accesorio, como la modelo Laura Ponte, Naty Abascal, Carla Royo-Villanova –firme partidaria de los tocados–, Paloma Cuevas, Rosario Domecq, la actriz Maribel Verdú, la duquesa de Alba y la infanta Elena –que vivió un fructífero y estiloso romance con las pamelas–.

Su proximidad a la cabeza –y todas las connotaciones que ello conlleva–, sus infinitas posibilidades –de formas casi arquitectónicas– y el mito del Sombrerero Loco de Alicia en el País de las Maravillas (en la época de Lewis Carroll se atribuía cierta demencia a esta profesión, provocada por los gases que emanaban de los materiales que utilizaban) han colocado a los sombreros en la frontera del universo de los delirios. Dalí plasmó parte de su discurso surrealista en un sombrero-zapato, al que en la década de los años 30 dio forma la diseñadora Elsa Schiaparelli (eterna rival de Coco Chanel), y que probablemente ha servido de inspiración hoy a la excéntrica Lady Gaga en su elección de estrambóticos tocados, que en sus propias palabras «mantienen alejado al diablo».

La tendencia vintage rescata de nuevo este accesorio que, a ojos de la diseñadora Candela Cort, «es uno de los que más favorecen y distinguen. Los sombreros aportan elegancia, modernidad, atrevimiento, diversión y sentido lúdico. Podríamos decir que llevar sombrero contribuye a crear un mundo más divertido».

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