Britmanía
Todos los ojos están puestos en Inglaterra. ¿Con razón o es puro marketing?
Cuando Catalina Middleton bajó del Rolls Royce negro y puso un pie en la abadía de Westminster, dos mil millones de espectadores por fin escucharon el nombre del diseñador que había confeccionado su vestido de novia. La elegida había sido Sarah Burton para Alexander McQueen, una opción que figuraba entre las favoritas pero se había conseguido mantener en un trabajoso secreto.
La sucesora de McQueen, ese enfant terrible que de aprendiz de sastre en Savile Row escribió un insulto en el forro de uno de los trajes del príncipe Carlos, vestía a la futura reina de Inglaterra en el día de su boda. Lo hizo incorporando elementos que aprendió de su maestro, como la técnica de corsetería victoriana, pero limando arrebatos. Aligeró McQueen y lo acercó a las masas, narrando la perfecta historia de la moda británica. La tradición traída al presente, la irreverencia conviviendo con el protocolo. Al fin y al cabo, un cuento de rebeldes y duquesas. El mundo quedó deslumbrado con esta visión moderna de la venerable Gran Bretaña.
A la fascinación por los fastos de la monarquía se une el aplastante éxito de la serie Downton Abbey, un Falcon Crest de la era Titanic que muestra las tribulaciones de una familia aristocrática. La fastuosa mansión familiar es indudablemente fotogénica y gracias a su presencia televisiva se han multiplicado las visitas a las casas solariegas por toda la geografía británica. El último episodio de su primera temporada, emitido por la cadena ITV, reunió a 12 millones de espectadores británicos frente a la televisión. Sin embargo, el efecto Downton Abbey es, si cabe, más pronunciado más allá de sus fronteras: la serie se ve en 100 países y recibió cuatro galardones en la pasada edición de los Emmy. En Estados Unidos es ya una serie de culto.
La britmanía es oficialmente una epidemia global, pero, ¿por qué se ha desatado esa fascinación con las clases altas británicas? «No es porque yo sea inglés, pero aquí hacemos las cosas mejor y de manera más grandiosa que en el extranjero», sentencia, sin dudarlo ni por un momento, Hugo Vickers, escritor y autor de las biografías de la Reina Madre y los duques de Windsor. «No es igual un cambio de guardia de nuestra monarquía que los seis tipos que aparecen en la de Mónaco. No me gusta criticar, pero no hay color. Quizá se deba a que vivimos en una isla, no hemos recibido tanta influencia exterior y nuestra familia real es una de las más antiguas. Somos peculiares. Hemos conservado costumbres y ceremonias propias». Para Vickers, la reciente boda real causo admiración porque la pareja formada por Guillermo y Catalina parecía genuinamente feliz. «La duquesa de Cambridge es alta, delgada, glamurosa, será igual de popular pero no es la nueva Diana. Yo tenía mucho afecto a Lady Di, pero de alguna manera estaba compitiendo con Carlos. Catalina es mucho más tranquila, es universitaria, conoce mejor a su marido y le apoya».
La última embajadora de la moda del país: Samantha Cameron.
Cordon Press
El pasado mes de agosto, la agencia de análisis de tendencias del lenguaje Global Monitor anunció que Londres había sustituido a Nueva York como capital de la moda, generando más información relacionada con el tema que cualquier otro rincón del planeta. La boda real en abril y la posterior visita de los duques de Cambridge a Canadá y Los Ángeles, la apabullante exposición de McQueen en el Met de Nueva York o Kate Moss casándose con un diseño del Galliano caído en desgracia fueron algunas de las escenas que acapararon titulares. A menos de un año para que se inauguren los Juegos Olímpicos de Londres, lo british vende.
Dos buenos ejemplos son Burberry y Mulberry. Marcas que hasta hace relativamente poco formaban parte del paisaje anodino de los duty free y hoy, con sus superventas, desafían la idea de que no están los tiempos para el lujo. Burberry ha visto cómo incrementaban sus beneficios en un 27% en el último cuarto de 2010 y su popularidad se disparaba en Asia. La casa centenaria ha comprado 50 tiendas en China, hasta entonces franquicias, y ha inaugurado nuevas boutiques en México y Brasil. La empresa que fue emblema del clasicismo más convencional se ha quitado las telarañas. Los cambios que su director creativo, Christopher Bailey, impulsó hace una década han hecho que este antiguo proveedor de gabardinas a los exploradores del polo sur se convierta en un modelo a seguir en la industria. Con desfiles retransmitidos en streaming, clientes que encargan prendas durante la pasarela y un espacio en las redes sociales con la creativa Art of the Trench (web-homenaje a la gabardina), Burberry respira modernidad sin descanso.
Por su parte, Emma Hill, la actual diseñadora de Mulberry, remató el trabajo que Stuart Vevers (hoy diseñador de Loewe) había empezado en 2005. Su mérito fue transformar una firma que producía bolsos sobrios en una casa que evoca la joie de vivre. La estrategia ha resultado rentable. En una época en la que la mera idea del bolso-trofeo resulta decadente, Mulberry ha visto cómo sus ventas se incrementaban un 69% en el periodo de un año. Un aumento que desafió pronósticos e hizo disparar el precio de las acciones de la marca.
El bolso ‘college’ Alexa de Mulberry toma el nombre de la ‘it girl’ Alexa Chung.
Mulberry
Uno de los rasgos definitorios de la idiosincrasia británica es la naturalidad con la que se asume su herencia, la falta de prejuicios a la hora de acercarse a ella de manera lúdica. Un ejemplo es la vigencia del barbour, la chaqueta de algodón encerada que la reina Isabel usa durante sus vacaciones en el campo escocés, reivindicada por las nuevas generaciones. La presentadora Alexa Chung o la cantante Lily Allen son algunas de sus adeptas. Viendo cómo se lleva en las calles británicas, cualquiera diría que esta tradicional prenda es un básico del armario rockero. Un caso similar sucede con las botas de goma Hunter. Un calzado práctico, indispensable en las granjas británicas, que se popularizó después de que varias famosas fueran fotografiadas con ellas en el festival de música de Glastonbury. El chic festivalero llegó descontextualizado a las calles asfaltadas (y sin rastro de barro) de Madrid o Manhattan, salvando a una empresa que en 2006 estaba al borde de la quiebra. En dos años, el consorcio propietario de la empresa, dirigido por el hombre de negocios y político conservador Lord Marland, alcanzó los 16 millones de libras en ventas.
Que los británicos lideren el diálogo de las nuevas tendencias no es nada nuevo. La historia de esta nación se ha caracterizado por un estilo inspirado en la música y las modas callejeras. Los imberbes aristócratas hedonistas retratados por Cecil Beaton, el uniforme mod, los Swinging Sixties, el punk de Malcolm McLaren y Vivienne Westwood, los nuevos románticos o el brit pop son parte del imaginario estético de sus historia reciente. Así se ha esculpido un estilo que promueve la diferencia, tolera la excentricidad y deja la rigidez para otros ámbitos de la vida.
Alexander McQueen, el ‘enfant terrible’ y rey póstumo de la moda inglesa.
Cordon Press
Esta rebeldía tiene como epicentro Londres, un hervidero de estilistas, diseñadores y revistas de tendencias como Dazed and Confused, Pop, ID o Love. Este foco de creatividad se nutre de una población cosmopolita y de la cantera de Central Saint Martins, una de las mejores escuelas de moda del mundo. No hay muchos estudiantes que, como los de este centro, vean críticas de su colección de graduación publicadas en la popular web style.com. Entre los antiguos alumnos se encuentran John Galliano, McQueen, Stella McCartney, Phoebe Philo (Céline) o Riccardo Tisci (Givenchy). Estudios como los de Louis Vuitton o Lanvin no podrían funcionar sin las remesas de licenciados de Saint Martins, que este año estrena nuevas instalaciones en King’s Cross.
«Los británicos tienen un compromiso con su moda. Se enorgullecen de ella y promocionan sus productos», asegura Emilio de la Morena, un diseñador español afincado en el Reino Unido desde 1993 y que, con su firma homónima, presenta sus colecciones dentro del calendario oficial de la Semana de la Moda de Londres. «Las instituciones gubernamentales te ayudan al principio, financiando tres o cuatro colecciones, pero después funcionas solo en un sistema de libre mercado», explica de la Morena. «Te impide acomodarte porque hay un constante flujo de nuevos creadores, lo que genera un producto fresco, interesante, que produce noticias. Y en general, los diseñadores jóvenes pueden desfilar en Londres, porque el coste de la inversión es menor que en París o Milán, donde la industria está más aglutinada».
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