«Bonjour, mademoiselle»: la increíble historia de April Ahsley, la primera modelo y activista trans
Fue una de las primeras personas del mundo en someterse a una reasignación de género. Maniquí de Vogue y anfitriona de la Marbella dorada y el swinging London, ha fallecido a los 86 años.
(Esta entrevista se publicó inicialmente en 2013, April Ahsley falleció el 28 de diciembre de 2021 a los 86 años).
Cuando conocí al doctor Burou me preguntó: “¿Por qué una mujer tan guapa como usted querría convertirse en un hombre?”. Y entonces le aclaré que no, que la cosa iba al revés. Me hizo firmar papeles en los que yo admitía que podía morir en la operación. Antes de ponerme la anestesia me llamó «monsieur» y me puse furiosa. Al despertarme, me dijo: «Bonjour, mademoiselle», y entonces supe que todo había ido bien».
A sus 78 años, April Ashley relata su historia con los giros y la cadencia de quien la ha ensayado muchas veces. En una hora de conversación aparecen: Elvis, Salvador Dalí y Picasso (ambos quisieron pintarla), Joséphine Baker, el bailarín Antonio (con quien bailó flamenco en Marbella), los Beatles y los Rolling Stones (encantadores, amigos y clientes de su restaurante en los swinging sixties), David Bailey (quien la fotografió), Jean Cocteau, la duquesa de Alba, el marqués de Villaverde, la hija de Churchill, su exmarido el lord… ¡ah!, y la reina de Inglaterra, quien le concedió el año pasado un MBE, una de las máximas condecoraciones del Imperio Británico, por su labor en la comunidad gay y transexual.
Ahora el Museo de Liverpool, su ciudad natal, le dedica una exposición monográfica que durará todo un año y en la que se recogen fotografías y recuerdos de su etapa como modelo –«Era la preferida de Vogue para posar en lencería, porque no había chicas tan altas como yo»– y de toda su historiada existencia, marcada por esa operación de reasignación sexual a la que se sometió en Marruecos en 1960 y por la que aún da «gracias al cielo cada mañana». Fue tan solo la novena persona del mundo en pasar por una operación de reasignación de género y conseguir la validación oficial.
Los primeros recuerdos de April coinciden con dos hechos igualmente cataclísmicos: el estallido de la Segunda Guerra Mundial y la certeza de que había nacido en el cuerpo equivocado. «Para esquivar los bombardeos alemanes nos obligaban a poner cartones oscuros en las ventanas y a tener la luz siempre apagada. En mi infancia, todo era negro». A veces, la vida se empeña en proporcionar las metáforas menos sutiles. «Siempre supe que algo estaba mal. Las vecinas le preguntaban a mi madre: “¿Qué es eso?”. Yo no era una persona, era un “eso”. Mi madre, que era muy católica y muy difícil, no me quería, me veía demasiado diferente. Mi padre sí. Me decía: “Has venido a este mundo para embellecerlo”».
La mejor manera que se le ocurrió para salir de Liverpool fue enrolarse en la marina mercante con tan solo 15 años, lo que casi le cuesta el suicidio: «Durante la travesía, mis compañeros eran encantadores, pero al llegar a puerto, bebían como cosacos y trataban de derribar la puerta de mi camarote y arrancarme la ropa». Cada vez que recalaban en Francia, al joven George le preguntaban en las tabernas: «¿Trabajas en Le Carrousel?». Todo el mundo conocía el famoso
de París que comandaba Coccinelle, considerada una de las primeras personas trans de Francia que vivían fuera del armario. Fue hasta allí y al verla llegar, el dueño,
Marcel, la interrogó:
—¿Sabes bailar?
—No.
—¿Sabes cantar?
—No.
—Es igual, estás contratada.
Así se convertía por primera vez en April («porque nací en abril»), transformista y maestra de ceremonias del espectáculo más chisposo de Europa. «Ginger Rogers, Rex Harrison, Joséphine Baker, la princesa Gracia… todo el mundo pasaba por allí». También Elvis, aburrido de su servicio militar en Alemania, iba a Le Carrousel cada fin de semana y se dedicaba a desvirgar a las 40 coristas, una a una. «Se quería acostar conmigo, pero su mánager, el coronel Parker, no le dejó. Yo habría estado encantada, porque era bellísimo, con los ojos y la piel más increíbles que hayas visto». Elvis le cayó mucho mejor que Picasso, a quien llegó a visitar cuatro veces en su estudio, y quien «violaba con los ojos». Por entonces, April ahorraba cada franco para poder viajar a Marruecos, a la clínica de ese doctor Burou del que se hablaba entre susurros en los camerinos de Le Carrousel.
Volvió a Inglaterra. Con su aspecto («Tendrías que haberme visto», aclara, sin tiempo para la falsa modestia), no le costó mucho infiltrarse en el mundo de la moda. Posó varias veces para el fotógrafo David Bailey. «Y para todos los grandes. La gente de la moda era estupenda, a ellos no les importaba quién era yo. Me decían que con mi cara y mis piernas harían de mí una estrella». Incluso se estaba iniciando en el cine. Todo iba bien hasta el fatídico domingo de 1961 en el que se despertó con decenas de fotógrafos, y no precisamente de Vogue, apostados en su jardín. «Sabemos lo que eres», le gritaban. Un amigo la había vendido al tabloide Sunday People, que destapaba su caso en portada. «Me traicionaron, y solo por cinco libras. Eso es lo que me da más rabia. Aquel tipo podría haber sacado centenares». Bromea, pero aún le escuece. Después de aquello, nadie quería darle trabajo. «Mi agente me dijo: “Aquí no vas a hacer nada, vete del país”». Y, de todos los lugares del mundo, recaló en la España franquista, donde regentó durante años el Jacaranda de Marbella, «el único nightclub de la Costa del Sol». En las calles imperaba la Ley de Vagos y Maleantes, por la que se podía encarcelar a cualquier sospechoso de ser homosexual, pero en la burbuja de la aristocracia marbellí, April era «la duquesita» (por su matrimonio con lord Rowallan, que después sería anulado legalmente). «Creo que allí nunca habían visto algo tan glamuroso como yo. Cada mañana galopaba con mi caballo por la playa. Fueron tiempos maravillosos», rememora. Con fiestas en casa de los marqueses de Villaverde y la duquesa de Medinaceli, y visitas al Prado. A April, por cierto, le gustan «todos los Goya, menos los oscuros».
Cae la tarde en su casita de Fulham, Londres –«Antes vivía en Chelsea pero una ya no se lo puede permitir. ¡Se lo han quedado todo los rusos!»– y a la exmodelo aún le quedan ocho o nueve vidas que relatar. La vez que Fellini la quiso contratar, los saraos en la mansión de Mick Jagger y hasta los trabajos de camarera que tuvo que aceptar en Estados Unidos en los 80. «Cuando se enteraban de lo mío, me echaban». Ahora ejerce de tía consejera de los transgénero –«No puedo decirte la cantidad de gente que me ha dicho que leyó sobre mí y eso le salvó la vida»– y atiende a su propia leyenda. Lo que más le gusta de su exposición en Liverpool, que ya han visto más de 70.000 personas desde su inauguración, es la web que la acompaña, y que está pensada para que otros transexuales cuenten sus experiencias. Está pendiente del estreno de un documental que narra su historia, que es, entre otras cosas, la de una dulce venganza. Qué mejor revancha contra una infancia en negro que construirse una vida en glorioso kodachrome.
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