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No pasa nada por no hacer nada: cómo resistir a la hiperproductividad en tiempos de coronavirus

La epidemia de la optimización no descansa ni en tiempos de reclusión social impuesta. Desde Jenny Odell a Marina Van Zuylen, la defensa de la distracción es un arma de resistencia pasiva frente a la sobreproducción en la economía de la atención.

Woman lying on sofa, de Bob Buys
Woman lying on sofa, de Bob BuysImagen vía MutuarArt

Alud de noticias sobre cómo ser «más eficientes» trabajando desde casa. Explosión de directos de Instagram listos para mejorarnos: a las 16.00 horas, clase de abdomen de ballet fit; a las 19.00, tutoriales de maquillaje con Dulceida; a las 20.00, recetas en directo con Massimo Botura; a las 21.15, clase de mindfullness. Desde que el Gobierno decretó el estado de alarma y nos vimos confinados en casa, el sector poblacional que puede permitirse el lujo de no salir no solo ha tenido que aprender a encajar la lógica de la producción del teletrabajo con los cuidados de nuestros seres queridos –ya sea en el mismo espacio o como apoyo de forma telemática–. Aquellos que no se ven obligados a pisar la calle por fuerza mayor o amenaza de despido, a quienes están en su casa 24/7, prácticamente no se les ha permitido el descanso. Mensajes virales en grupos que animan a visitar las diez mejores pinacotecas del mundo, cadenas de WhatsApp que invitan a leernos todo el quiosco en PDF, a meditar en grupo, a conectarnos a conciertos en directo o mejorar nuestro inglés gratis durante un mes. Vídeos virales que se ríen con estupor frente a esta sobreproducción de actividad en nuestras vidas en reclusión. No llevamos ni una semana confinados y ni con la alerta de paralización del coronavirus parece que la sociedad quede exenta de la otra epidemia que invadió nuestra experiencia vital: la de la optimización y ‘ultraeficiencia’ personal.

¿Por qué en nuestros chats y conversaciones digitales ahora nos sentimos tentados de recordar a los demás nuestro eficiente multitasking diario en casa? ¿Por qué asistimos a conversaciones donde nos relatamos la cantidad de veces que hemos hecho yoga, workouts o estrategias de Marie Kondo para poner orden en casa? Porque, como relató hace unos días en una charla en Barcelona el filósofo Michel Feher, autor de El tiempo de la inversión. Ensayo sobre la nueva cuestión social (2017), hemos interiorizado y asumido que debemos vender nuestra reputación y crédito personal como un valor añadido tanto en el trabajo, como en las redes sociales o en nuestra propia vida. Queremos ser (y parecer) una inversión segura. Cuanto más produzcamos, más valiosos nos presentamos (y sentimos) ante el sistema. Aunque éste, ahora mismo, se haya ralentizado de golpe. Aunque aquella certeza cuantificable de que ‘el tiempo es dinero’ haya mutado transitoriamente y se haya quedado, en parte, en suspenso.

El síndrome del pato (recluido)

«Nada es más duro que no hacer nada. En un mundo en el que nuestro valor está determinado por nuestra productividad, muchos de nosotros vemos cada uno de nuestros minutos capturados, optimizados o apropiados como bien financiero por las tecnologías que usamos diariamente». Esta es la primera frase que firma la artista y escritora Jenny Odell en el ensayo How to do nothing: Resisting the attention economy  (Melville, 2019), uno de los fenómenos entre la crítica de EEUU de la era precoronavirus, cuando la denominada sociedad del cansancio acaparaba el debate social y distintos pensadores y pensadoras teorizaron sobre cómo habíamos trasladado estrategia de los activos financieros en nuestra rutina y vida personal.

Odell, que entró en la lista de libros favoritos de Barack Obama y es una de las autoras de referencia en el material de otra ensayista estrella, Jia Tolentino, es profesora en Stanford y escribió su libro tras comprobar cómo hasta sus propios alumnos habían interiorizado la ansiedad de sobreproducción y autoexplotación vital como sinónimo de autorrealización personal. Jóvenes que creaban páginas de facebook como Stanford Memes for Edgy Trees, espacios de evasión en los que tirar de humor para reírse de la ansiedad, el síndrome del impostor y el estrés al que se veían sometidos antes, incluso, de llegar al mercado laboral. Fueron sus alumnos los que le presentaron El síndrome del pato en la sociedad de la miseria’, el viral texto de un estudiante, Tiger Sun, en el que narraba las consecuencias del «síndrome del pato de Stanford» –por encima de la superficie el pato parecerá plácido y tranquilo, pero por debajo mueve sus patas frenéticamente– y cómo una compañera se pasó dos días seguidos estudiando sin parar con fiebre, extenuada, porque todos en el centro han asumido que «llegar a cuidar nuestra propia salud está vista como un placer culpable» y porque, según relató Sun en el texto, «subliminalmente equiparamos el estar quemados con ser buenos estudiantes». Una lógica trasladable a estos tiempos de confinamiento, donde nos seduce la idea de ocupar al máximo el shock de la nueva rutina impuesta realizando múltiples tareas de eficiencia para que así, subliminalmente, nos sintamos ciudadanos de provecho.

Abrazar el tedio y la distracción

«Cuando me aparto un tiempo de la lógica capitalista sobre cómo interpretar la productividad y el éxito lo entiendo mejor. ¿Productividad que produzca qué? ¿Éxito, en qué manera, de qué tipo y para quién? Los momentos más plenos de mi vida han sido cuando estuve plenamente consciente de estar viva, con toda la esperanza, el dolor y la pena que conlleva para cualquier ser humano«, apunta Odell en su libro.

Apoyándose en el pensamiento de Gilles Deleuze en Negociaciones («No es problemático dar a la gente ciertos espacios de soledad y silencio para que puedan encontrar algo que decir […] Qué alivio da el no tener que decir nada, el derecho a no decir nada, porque así se podrá enmarcar aquella cosa rara, y aún más rara, de decir algo que valdría la pena»), la autora confía en cobijarse en la nada como precursora de lo válido. «La nada no es un lujo o una pérdida de tiempo, es una parte necesaria para que el discurso y el pensamiento adquieran sentido», defiende.

Odell apuesta por tomar conciencia del «revolucionario potencial de volver a controlar nuestra atención» ya que «la lógica capitalista nos ha llevado a la miopía y desafección». No se trata de dejarse de invadir por el nihilismo social, sino de descansar y tomar conciencia de uno mismo y de lo que nos rodea. «He visto tanta energía, tanta intensidad y tanta ansiedad. He visto a gente atrapada no solo en sus notificaciones sino en la mitología de la productividad y el progreso; personas no solo incapaces de tomarse un respiro, sino de ver quiénes son realmente».

Su postura es compartida por Marina Van Zuylen, profesora de Filosofía francesa y Literatura comparada en la Universidad de Bard de Nueva York, que en A favor de la distracción (Elba, 2019) lamenta cómo hemos abandonado el arte de deambular sin motivo aparente porque «el malestar y la culpa asociados a la distracción tienen que ver con la tendencia de nuestra cultura a equiparar actividad y valor». Van Zuylen también relata en sus páginas la preocupación por la plaga de alumnos en Bard y Princeton obsesionados con optimizarse. Jóvenes empastillados, adictos a la sensación de concentración proporcionada por las dextroanfetaminas o el metilfenidato para mejorar su rendimiento y eficiencia en la sociedad del crédito. «Si estamos absortos haciendo algo, si tecleamos febrilmente ante el ordenador, ofrecemos una imagen mucho más respetable, por no decir más comercial, que si soñamos despiertos», lamenta la catedrática en un texto que reivindica el valor de la dispersión como activo social.

«La mejor manera de encontrar una solución correcta es tomándose un descanso», recuerda Van Zuylen. La ensayista asegura que nuestra atención mejorará si «retomamos nuestra relación con el tedio y dedicamos más y mejor tiempo a la experiencia sin cualidades». Para ello remite al antropólogo Albert Piette y nos recuerda que «a diferencia de los chimpancés, el hecho de ser humano implica habitar un modo de «presencia-ausencia», practicar la atención desapegada, dejando que lo menor y lo mayor coexistan». Perder el hilo, no cuantificar nuestra propia experiencia y no reducirlo todo a resultados medibles es uno de los bienes más menospreciados en nuestra cultura. Incluso cuando no podemos salir de casa.

Cómo no hacer nada

No se trata de dejar de hacer cosas por completo. Lejos de erigirse como un manual de atoayuda al uso, la autora de Cómo no hacer nada propone, en consonancia con el rechazo a la sobreproducción y cuantificación personal, responder con un mecanismo reactivo de pensamiento político. Desprogramarnos para focalizar la atención sobre «los efectos de injusticia racial, medioambiental y económica y tratar de encontrar un cambio significativo». No se trata de parar para volver a ser igual de productivos, frescos y listos para quemarse de nuevo en el sistema, como en esos programas detox empresariales. Se trata de parar para reflexionar sobre cómo nos afecta la economía de la atención. Estaremos aislados en casa en plena pandemia global, pero no lo estamos digitalmente. Allí seguimos plenamente disponibles. Allí las marcas han sabido pivotar totalmente y adaptarse al nuevo escenario con newsletters y comunicados que en pocos días  ya animan a cómo vestirse de forma cómoda para teletrabajar en casa y donde, como recogía la periodista Anna Merlan en Twitter, se ofertan productos de belleza que «resisten más de doce meses en tu bunker sin perder sus cualidades».

Frente a este escenario aparentemente mutante pero en esencia inmutable, y para aprender a protegernos de la ‘ultraeficiencia’ en la economía de la atención, Odell recomendó tres herramientas en su libro. Teniendo en cuenta que lo hizo antes de la que incertidumbre y el miedo a perder nuestra salud y nuestro trabajo por el shock de este virus, estos fueron sus consejos: En primer lugar, la reparación. Cambiar el Fomo (Miedo a perderse algo en sus siglas en inglés) por el Nomo (La necesidad de perderse cosas). Conseguir espacio y tiempo para poder hacer nada es imprescindible para la ensayista porque, sin la conjugación de ambos, «no hay manera de pensar, reflejarnos y repensarnos individual y colectivamente». Apostar por el autocuidado, pero alejándolo de sus vertientes comerciales y apoyándose más en lo que defendía Audre Lorde: «Cuidar de mí mismo no es autoindulgencia, es autopreservación». La segunda herramienta: la escucha. Entender al otro. «Incluso con el problema del filtro burbuja, las plataformas que usamos para comunicarnos unos con otros no animan a la escucha. Lo que hacen es simplificar la reacción: tener una opinión marcada tras leer un titular». Básicamente, Odell propone alejarnos de la reacción ansiosa de los ciclos de noticias y practicar la empatía y la reflexión. Por último, pensar en comunidad. «Debemos proteger nuestros espacios y nuestro tiempo para una actividad que no esté instrumentalizada o comercializada y aferrarnos en el pensamiento, el mantenimiento, el cuidado y la socialidad».

En unos tiempos en los que nos hemos visto confinados y seguimos cayendo en la trampa de sentirnos completos, satisfechos y realizados vendiéndonos unos a otros con resultados medibles y cuantificables, hacer esa nada, como insiste Odell, es muy duro. Nadie dijo que fuese imposible.

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