Espionaje, mentiras y una gran intuición para crear necesidades: cómo Revlon se convirtió en un icono superventas
El futuro de la compañía peligra: acaba de anunciar que ultima su entrada en concurso de acreedores y busca nuevo dueño.
Es una de las imágenes más famosas en la historia de la publicidad: una imponente Dorian Leigh enfundada en un vestido halter plateado y cubierta por una ampulosa capa. En las uñas y en los labios, el rojo Fire and Ice, el tono que se convertiría en uno de los más célebres del catálogo de Revlon. El artífice de la fotografía no era otro que Richard Avedon, pero la verdadera protagonista de todo fue la copywriter de la campaña, Kay Daly. En 1952 a la ejecutiva de publicidad se le ocurrió la ‘revolucionaria’ idea de vender maquillaje apelando a que las mujeres se sintieran bien consigo mismas. Por primera vez las estrellas de los anuncios de cosmética de color no buscaban conquistar a un hombre. ¿El encargado de aprobar la idea? El misógino Charles Revson, que era machista pero también sabía cómo vender millones de cosméticos a las mujeres de su época.
La instantánea de Leigh se presentaba acompañada de un test de personalidad en el que se instaba a las mujeres a que descubrieran si estaban hechas para el tono atrevido. Un enfoque precoz de esa gamificación que hoy tanto gusta a las grandes firmas en el que se preguntaba cosas como ‘¿Te excita la ropa de luto, incluso en otras mujeres?’, ‘¿Te teñirías de platino sin decírselo a tu marido?’ o ‘¿Alguna vez has bailado descalza?’. A más de ocho síes, el resultado indicaba que se estaba preparada para el apasionado escarlata.
La campaña funcionó como hoy lo hace un buen viral y sirvió para acrecentar la fama de una empresa, Revlon, que por entonces ya presumía de dos décadas de éxitos gracias a su visionario creador, Revson. Ahora, con 90 años recién cumplidos, se encuentra al borde de la quiebra. Propiedad del holding MacAndrews&Forbes, acaba de iniciar los preparativos para acogerse al Chapter 11 en Estados Unidos, un equivalente al concurso de acreedores. La pandemia, los problemas de suministro y una deuda a largo plazo de 3.000 millones de dólares han hecho que su futuro peligre si no encuentra nuevo propietario.
La magia y los mitos fundacionales gustan en la industria de la belleza, que vende cosméticos pero también ilusiones. La creación de Revlon, a principios del siglo XX, incorpora varios básicos de la época: un emprendedor avispado, una historia de superación, alguna anécdota que se mezcla con la leyenda y una revelación que podría resumirse en plagio.
Las dos grandes damas del sector entonces, Helena Rubinstein y Elizabeth Arden, rivales entre sí, tenían algo en común: ambas odiaban a Charles Revson, que se hizo de oro vendiendo algo que ellas consideraban vulgar, esmaltes para uñas. Al igual que Estée Lauder, Revson era de orígenes humildes y Arden le llamaba despectivamente “el hombre de las uñas”.
Hasta que Revlon popularizó el color, los únicos esmaltes disponibles eran transparentes. Pero aunque muchos le acreditan el ingenio, en realidad Revson era un simple comercial de una empresa llamada Elka, que ya producía esas lacas coloridas. Un comercial tremendamente bueno, según todos los que le conocieron, que además supo intuir el negocio. En 1932, en plena Gran Depresión, fundó la marca junto a su hermano Joseph y al químico Charles Lachman. Mejoró las fórmulas de Elka, que tardaban en secarse y duraban poco en la uña, y en el primer año vendió esmaltes por valor de 4.000 dólares, una pequeña fortuna en aquellos años.
Aunque esas mejoras también se las disputan varios, lo cierto es que la marca americana fue la que supo capitalizarlas. Según cuenta Diana Vreeland en su biografía, la idea se la debían a ella, que encontró un esmalte en Europa que funcionaba mejor que ninguno de los que podía comprar en Estados Unidos. Ella le pidió a su manicurista, la novia de Revson (porque el Nueva York de hace un siglo era un pañuelo), que le copiara la fórmula y Revson se quedó con ella. “Siempre supe que él sabía que había hecho su increíble fortuna a partir de un pequeño bote que era mío”, contaba la editora de Harper’s Bazaar y Vogue.
El emprendedor era un vendedor nato que entendió muy pronto que podía tentar a las mujeres, sumergidas en plena Gran Depresión, con el capricho de un esmalte. Casi desde los primeros años supo que la publicidad de masas, que estaba despegando, sería su aliada. Aunque tuviera que retorcer el mensaje, bailando entre la realidad y el invento. “La publicidad es ficción honesta”, decía, según recoge su biógrafo Andrew Tobias en Fire and Ice. “El primer anuncio de Revlon en The New Yorker, en 1935, mostraba unos usos comerciales escurridizos”, cuenta Lisa Eldridge en Face Paint, “no era contrario a retorcer la verdad con tal de conseguir ventas. En la campaña, los esmaltes eran descritos como ‘creados por una socialité neoyorquina’, algo que, a menos que se refiriera a Vreeland, no era cierto”.
Su ética del trabajo le dictaba que su trabajo se imponía a cualquier concepción moral. Era capaz de pasar por encima de sus empleados, de su familia y, por supuesto, de la competencia. A esta última la espiaba y copiaba con descaro, tanto que Estée Lauder creó su línea Clinique en una sala sin ventanas y bajo un nombre clave para despistarle. “Dejas que la competencia haga el trabajo de campo y cometa los errores. Y luego, cuando llegan a algo bueno, lo tomas, lo mejoras, lo empaquetas más bonito, lo anuncias mejor y les entierras”, decía, según recordaba en Fire and Ice uno de sus directivos.
No todo era juego sucio, también había mucho instinto, sobre todo a la hora de crear nuevas necesidades. En 1940, en plena Segunda Guerra Mundial, tuvo la idea de combinar labiales y lacas de uñas, revolucionando de nuevo el mercado. En 1960, poco tiempo después de la legendaria campaña de Leigh, era líder de mercado en el segmento del maquillaje en Estados Unidos. ¿Una de sus últimas decisiones al frente de su compañía? Fichar a una jovencísima Lauren Hutton como imagen de la marca.
Sobrevivió a varias de sus coetáneas, pero mantuvo su rivalidad y odio muy frescos hasta el final. Cuando murió Rubinstein compró su apartamento en Park Avenue y lo redecoró pensando en un estilo que la emprendedora hubiera odiado. Allí vivió hasta el fin de sus días. Pintándose las uñas con sus esmaltes, porque siempre se encargó de comprobar personalmente que todo funcionaba como debía. Porque el creador de Revlon tuvo muchos defectos, pero fue siempre muy perfeccionista y perspizcaz.
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