¿Qué pinta el maquillaje en la vida de las mujeres?
La cosmética es una poderosa arma de doble filo: permite reinventarse pero también hay quien lo percibe como una imposición social.
Sin piedad. El día del Umaggedon, el día en que medio mundo se escandalizó por una foto de la actriz Uma Thurman en la presentación de The Slap, la nueva miniserie de la NBC que protagoniza se extrajeron varias conclusiones: a) Las caras y los cuerpos de las mujeres famosas siguen siendo propiedad compartida. El mismo miércoles apareció Maradona con su nueva cara –esta sí operada (y mal)–, y la foto provocó mofas pero no fue portada de los periódicos ni se la tomó nadie como una traición del tipo: «¿Qué nos has hecho, Diego Armando? Tú antes molabas». b) Envejecer en público sigue siendo, de nuevo para las mujeres, un asunto sin resolver. Constantemente, se puede leer y oír a críticos de cine, supuestamente bienintencionados, escribir elegías a tal o cual actriz (también a Thurman) que «de joven era preciosa», como lamentando que hayan fallado a la hora de congelar el tiempo. c) La máscara de pestañas tiene una importancia capital.
El único colectivo que tardó dos nanosegundos en reaccionar para desmentir que Uma Thurman se había hecho una supuesta cirugía transformadora fue el de los maquilladores profesionales. «Yo leía las redes sociales y me partía de risa», recuerda Miguel Álvarez, de Max Factor, que ha trabajado con actrices internacionales como Gwyneth Paltrow y que transforma habitualmente a Paula Echevarría y Nieves Álvarez. «Su estilista quiso hacerle un minimal, una opción de efecto cara lavada que no siempre funciona. Además, se le veía una frente de aquí a Toledo porque le retiraron el flequillo». José Belmonte director de maquillaje de la pasarela Cibeles, también cree que lo de la actriz de Kill Bill fue una arriesgada decisión: «Cometieron el error de no ponerle máscara. La ceja estaba muy marcada y más ancha de como la suele llevar, y el labio no estaba bien dibujado. Además, debía llevar unos tips, una especie de pegatinas que se ponen en los párpados antes de salir a la alfombra roja para quitar arrugas, pero que cambian la mirada». Según Belmonte, «un profesional del maquillaje puede matarte o salvarte. Thurman no parecía ella. El resultado le añadía 10 años. Pero aun así, a mí ella me parece maravillosa. ¡Es como una escultura griega!».
«A Emily Blunt la prefiero más natural –comenta Roberto Siguero, National Make Up Artist de Lancôme–. El exceso le hace el ojo caído».
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En cualquier caso, no fue un patinazo inconsciente sino una decisión meditada de la actriz y de su maquillador, Troy Surratt, con larga experiencia en el sector y con su propia línea de productos en Estados Unidos. En declaraciones a la revista People, dijo estar «sorprendido por la reacción». Y añadió: «A estas alturas, pensaba que ya sabíamos todos el papel que tiene el maquillaje en el mundo de la moda y las celebridades como medio de autoexpresión. Creo que las mujeres deberían sentirse libres para experimentar con distintos looks. Es sólo pintura. ¡Al final del día se lava!». Sobre la decisión de no usar máscara, Surratt señaló estar «cansado de todo ese rollo de las pestañas postizas» y dijo que optó por un estilo más «editorial», es decir, más cercano a la moda que se ve en las revistas de tendencias y no en las más conservadoras alfombras de Hollywood.
El Umagate también demuestra, entonces, que a pesar de las múltiples opciones que ofrecen las marcas de cosméticos y de las varias corrientes estéticas que conviven en estos momentos, hay rasgos propios de la época tan interiorizados que renunciar a ellos provoca un rechazo instintivo incluso entre gente que cree que no piensa jamás en el maquillaje. A saber: los ojos deben parecer enormes y estar muy marcados; las pestañas, extralargas; la piel, uniforme y sin brillos (aunque la tendencia está virando hacia un cutis más jugoso que el que se veía hace unos cinco años) y el labio, de un color cercano al rojo. Esto último viene triunfando en los últimos milenios por razones estrictamente biológicas. Lo demostró un estudio que llevaron a cabo los investigadores Ian Stephen y Angela McKeegan, de la Universidad Nacional de Australia, y que concluía que los labios carmín «se han considerado atractivos para las mujeres de culturas geográfica y temporalmente diversas porque imitan la vasodilatación asociada con la excitación sexual». Su trabajo probaba también que la percepción del encanto femenino está relacionado con el contraste de color entre la piel y las facciones, algo que se potencia con el maquillaje, que por eso está presente en todas las culturas. En cambio, la seducción sexual de los hombres no está nada ligada a esos condicionantes. Así, cuando alguien opta por un labial oscuro (que más que con el erotismo puede relacionarse con la hipotermia), como los que han llevado las influyentes Lorde o Rihanna, se percibe como algo extremo y hasta cierto punto antinatural, el equivalente a ponerse una prenda que acorta las piernas en lugar de alargarlas o que no enfatiza la cintura, pero que sin embargo añade valor moda.
«Una piel bien iluminada y una dosis de máscara de pestañas rejuvenecen a Meryl Streep en la foto de la derecha», dice el maquillador.
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Al margen de los rasgos atemporales, cada época tiene el maquillaje que se merece. «Siempre está justificado por el momento social y político», razona Belmonte. «En los años veinte, el ojo ahumado se crea por una necesidad de solucionar un problema técnico. Cuando se revelaba una película en el cine mudo no se sabía si se habría quemado el celuloide. Con ese maquillaje en redondo, se aseguraban de que las actrices seguían teniendo expresión si había exceso de luz, no quedaban fantasmagóricas. En los cincuenta, [la década en la que las norteamericanas y muchas europeas se olvidaron del rol activo que tomaron en la Segunda Guerra Mundial y volvieron al hogar] se buscaba el mate perfecto, las bocas muy acabadas, la ultrafeminidad; mientras que en los sesenta, las pecas se dejan de considerar manchas, entra el color y el amor por el plástico, a la vez que la libertad sexual».
¿Y ahora? A escala del gran público, ésta es la era de la BB Cream y sus derivadas –ahorran tiempo y permiten gastar menos en base e hidratación y dejar algo más de presupuesto para los productos más lúdicos, como los labiales– y del iluminador. En la pasarela, la alfombra roja, y en ese otro escaparate popular que es Instagram, parece haber dos tendencias opuestas: por un lado el estilo extremo, con un efecto casi de cirugía, que requiere de unos cimientos dedicados al famoso contouring, las marcas de guerra que ha hecho populares Kim Kardashian (quien, al parecer, cuenta con un maquillador sólo para dar contornos a su escote) y los decenas de youtubers que cuelgan tutoriales enseñando a hacerlo en casa. Y por otro, todo lo contrario, el efecto sin maquillaje que protagonizó titulares el otoño pasado, cuando Marc Jacobs hizo desfilar a sus modelos sin prácticamente productos en la cara. «Acaba de terminar la temporada de premios y eventos y la piel bonita y limpia es la que ha emergido ganadora, por encima de los contornos pesados», apunta Kayleen McAdams, la maquilladora (y hermana de la actriz Rachel McAdams) que colabora con Calvin Klein One Color. La profesional también apunta, sin embargo, que las facciones pueden resaltarse «de manera menos barroca de lo que estamos acostumbrados a ver, creando sutiles efectos de luz».
Al ver esta foto, los medios dijeron que Uma se había operado, pero sólo se olvidó la máscara de pestañas.
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A la omnipresente Kardashian, por tanto, parecen salirle detractores –y eso que toda la industria cosmética reconoce la influencia del clan en las tendencias de belleza–. El maquillador de Hollywood Nick Barose –que trabaja habitualmente con Lupita Nyong’o (se encargó de su make up para los Oscar), Lena Dunham y Uzo Aduba, de Orange is the New Black– se dedica, en su muy seguido Instagram (@dilokritbarose), a ridiculizar los tutoriales de YouTube que enseñan a tener el rostro de Kim. «Sabes que tu rutina de maquillaje va mal cuando tienes que empezar dibujándote una vagina en la frente», dice. «No soy fan de ese contorno extremo que requiere tres o cuatro colores –cuenta a S Moda–. En un vídeo musical o en la alfombra roja, donde la luz está controlada, puede tener sentido, pero en la vida real es hortera. Además, estamos en 2015. Se trata de ser único y de celebrar tu individualidad. Es ridículo que enseñen a todo el mundo a través de tutoriales a encajar en esa idea tan old school de la belleza, que les digan que su nariz tiene que parecer pequeña». Barose asegura que sus clientas, «que son mujeres fuertes» nunca le pedirían que les dibujara nuevas narices. «Soy conocido por el uso del color y me enfoco más en eso que en esa cosa caducada del estilo correctivo, que hace que seas menos tú y más como todos los demás. El objetivo nunca debería ser la perfección y las mujeres inteligentes lo saben».
Así, en el extremo opuesto a las ninjas del maquillaje, se sitúa un grupo creciente de mujeres que decide renunciar a él, en apariencia –en compensación, aumentan el consumo de productos hidratantes, reparadores y bases transparentes–. Leandra Medine, la autora del blog The Man Repeller, es una de ellas. Hace unos meses, después de notar que la mitad de comentarios que recibía en las redes estaban dedicados a los «fallos» de su cara, escribió un post que se ha hecho muy popular. «La razón por la que no llevo maquillaje es porque soy perezosa. Y no os confundáis. Me vuelvo loca como cualquiera por la última crema-milagro (…) pero quiero saber que, aunque no me lave la cara, no voy a ensuciar mi almohada (…). También leí no se dónde que si duermes con máscara, tienes un 70% más de posibilidades de que se te caigan las pestañas. (..) Pero más importante que eso, me siento cómoda con mi aspecto. No odio lo que veo en el espejo, incluso si los demás no están de acuerdo».
El contouring de Kim y los labios voluminosos de Kylie son hits en Instagram.
Emily Moss, del blog Rosie Says, decidió hace un par de años dejar de maquillarse por motivos ideológicos. «De niña me hacía dibujos con rotulador en las uñas. Puedo entender ese impulso artístico, la satisfacción que da conseguir hacerse bien la raya del ojo. Lo que no puedo entender es la idea de que una mujer está incompleta si no lleva la cara pintada, que salir de casa sin máscara se considere un tipo de fracaso», escribió al anunciar su abstinencia. Dos años más tarde, ¿piensa lo mismo? «Bueno, no era tanto una promesa, era más bien una manera de pensar críticamente cuando me maquillo, de hacerlo sólo cuando me hace feliz y no me estresa. Ahora igual me pinto una vez al mes. Para mí es parte de una caracterización, no una cosa de cada día», cuenta. A menudo la califican de «valiente», como si estuviese asumiendo algún tipo de riesgo personal. «Otras chicas me dicen que para ellas es algo creativo, satisfactorio y totalmente positivo. Y un tercer grupo señala que cuando trabajas en un ambiente corporativo no puedes dejar el maquillaje por estar considerado parte del paquete ‘tener un aspecto profesional’. Y lo cierto es que, aún hoy en día, muchas mujeres han de dedicar tiempo a su apariencia si quieren avanzar en sus carreras».
Moss no exagera. Según una encuesta llevada a cabo en Reino Unido por la empresa de cosméticos Escentual, el 68% de las compañías no contrataría a mujeres que van con la cara lavada y el 67% de los empresarios no vería con buenos ojos que una trabajadora acudiera a una reunión sin maquillar. En la misma consulta, el 98% de las féminas respondió que se pintaría para ir a una reunión de trabajo, una «decisión estratégica» según otra investigación que dirigió en 2011 Nancy Etcoff, profesora auxiliar de Psicología en Harvard y autora del libro Survival of the Prettiest (La supervivencia de los más guapos). En él argumenta que la búsqueda de la belleza no es algo aprendido sino innato. Su estudio probó que quienes llevan un maquillaje discreto son percibidas como más competentes que las que no llevan ninguno o las que lo lucen demasiado sexy. En el experimento se escogió a 25 chicas de varias etnias, de entre 20 y 50 años, y se les aplicó tres tipos de looks, bautizados «natural», «profesional» y «glamuroso». A las participantes no se les permitía inicialmente mirarse en el espejo para que no se notase cómo les afectaba. Casi 150 adultos vieron sus fotografías tan sólo durante 250 milisegundos, los suficientes para sacar una primera impresión, y a algunos de ellos se les permitió observar las imágenes durante más rato. A las mujeres con el maquillaje «profesional» se las consideró más competentes, tanto si se las miraba rápida o detenidamente. Más curioso es lo que sucedió con el llamado look glamuroso: a primera vista se las veía atractivas, pero, en una segunda reflexión, se las juzgaba como «de poca confianza». «Si estás en una situación en la que necesitas que se fíen de ti, quizás es mejor optar por otro tipo de aspecto», apuntaba la profesora Etcoff cuando se conocieron los resultados de su estudio.
«Los rasgos de Scarlett Johansson no precisan artificio», dice María Moreno, maquilladora de Catrice, que prefiere el toque de gloss.
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Es otra manera de decir, con coartada académica, lo mismo que repiten los tutoriales que enseñan a maquillarse para una entrevista de empleo o los manuales de empresa. Estos suelen ser, en su mayoría, relativamente sutiles a la hora de determinar el aspecto que deben tener sus empleados (y en este caso, sus empleadas), pero algunas compañías cuentan con directrices muy estrictas al respecto. Como los grandes almacenes Harrods, que dedican más de dos páginas en su código interno al asunto y especifican que las mujeres deben llevar «maquillaje completo en todo momento: base, colorete, ojo totalmente pintado, pero no demasiado, pintalabios, lápiz perfilador y brillo a todas horas y con un buen mantenimiento». Y remarca: «Recuerden que las luces de la tienda crean un efecto de cara cansada». Hace unos años, una trabajadora llevó a la empresa a juicio por considerar que era una política discriminatoria. Melanie Stark, que además de dependienta era estudiante de Ética y Filosofía en el King’s College de Londres, denunció que su superior le espetara: «Tienes dos opciones, o te maquillas o te largas». Poco después, y también en Reino Unido, Francine Siddaway, limpiadora del Hospital Addenbrook de Cambridge fue despedida justo por lo contrario, por llevar demasiado maquillaje, «de estilo egipcio».
Al margen de esos casos concretos, la mayor parte de mujeres posee un neceser básico de herramientas para alcanzar el codiciado estilo natural, ése que al parecer hay que tener para parecer una profesional competente. Y lo suelen conseguir con un número limitado de productos. Según una encuesta que llevó a cabo la web StumbleUpon, el 67% de las chicas de entre 18 y 25 años usan menos de tres cosméticos para arreglarse por las mañanas y sólo el 10% necesita más de diez. Pero eso no implica que compren poco. Sólo en España, la industria de la belleza mueve unos 7.100 millones de euros al año y da trabajo a unas 32.000 personas, según cifras de la Asociación Nacional de Perfumería y Cosmética, Stanpa.
«Keira Knightley gana con unas pestañas postizas para abrir la mirada y un pómulo más definido que equilibre su rostro», opina Siguero.
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Tradicionalmente, el feminismo y el maquillaje no han tenido las mejores relaciones. En los sesenta, muchas mujeres politizadas renegaron de un sector que creían fundado en alentar la inseguridad del género femenino. Las cosas no mejoraron cuando, en 1991, Naomi Wolf publicó su muy citado libro El mito de la belleza. «Más féminas tienen más dinero, poder y reconocimiento legal del que nunca habían tenido. Pero en términos de cómo nos sentimos físicamente, estamos peor que nuestras abuelas», denunciaba. Aun así, desde entonces, una generación que ha conocido de primera mano el llamado lipstick feminism –el «feminismo de pintalabios», que no ve incompatible luchar contra el patriarcado con los atavíos propios de la feminidad–, ha adoptado otra relación con las brochas, una de complicidad y curiosidad. «Creo que a nuestra cultura le gusta retratar el feminismo como si estuviera en oposición a las propias mujeres, como si fuera en su contra. Y la belleza a veces es una víctima de eso, como si tuvieras que escoger entre depilarte y defender tus ideas», reflexiona Autumn Whitefield-Madrano, autora del blog The Beheld, en el que se habla tanto de maquillaje como de misoginia (de esto último, mal, se entiende). «Hubo un momento en el que sí sufría dilemas, pensaba que era hipócrita por preocuparme tanto por los asuntos del tocador», confiesa. Pero, al igual que Arabelle Sicardi, una estrella de Tumblr a la que fichó Buzzfeed como editora de belleza, o Jane Marie, que se encarga de la misma sección en Jezebel, Whitefeld-Medrano está cambiando la narrativa habitual del tema y quiere anular expresiones como «corrige tus fallos» o «disimula mejor». «Existe la idea de que llevamos maquillaje para tener otro aspecto, pero al hablar con docenas de chicas en profundidad sobre esta cuestión, no es eso lo que oigo. La mayoría se pintan porque quieren tener la mejor versión de sí mismas», apunta.
En su caso, admite que el ritual mañanero de aplicarse maquillaje le funciona «casi como una forma de meditación, de preparación para la esfera pública». Es así para muchas mujeres: se trata de una forma de expresión que separa lo que pasa en casa de lo que ocurre en la calle. Por eso sigue provocando morbo el muy gastado género de pillar a las celebridades sin pintar, porque es como acceder a su intimidad. Y por eso, en la era de la autoexposición, han triunfado los selfies etiquetados como #nomakeupselfie y #iwokeuplikethis, (#mehelevantadoasí), sacado del Flawless, de Beyoncé. Irónicamente, en muchas de esas autofotos se percibe un lagrimal sospechosamente iluminado, un cierto rubor a la altura de los pómulos, unas pestañas más densas de lo normal. ¿Trampa? No, maquillaje.
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