¿Por qué nos obsesionan las pestañas?
Tras el ‘lipstick Index’ y el ‘nail index’, toca hablar del índice de las pestañas. A pesar de la crisis, sus ventas se disparan.
«Las pestañas son los nuevos pechos», opina la periodista Tracy Quan. «Su boom coincide con la crisis. Cada año se venden más máscaras, más pestañas falsas y más extensiones. Es lógico, porque son un lujo asequible y levantan el ánimo», explica. Quan conoce la fascinación que provocan. Trabajó como prostituta antes de convertirse en escritora y entonces las lucía mucho. «Mantengo una relación estrecha con la industria del sexo. Las bailarinas adoran las extensiones. Son teatrales y levantan una barrera entre ellas y el público. Las convierten en… intocables», detalla.
Tras el lipstick index (el índice del labial) y el nail index (el índice de las lacas de uñas), es la hora del lash index (el índice de las pestañas). La razón: a pesar de la recesión, sus ventas se disparan. «Es una de las categorías que más crece, las pestañas falsas forman parte del mainstream», señala Vivienne Rudd, de la consultora Mintel. La venta de postizos, por ejemplo, subió en un 6,2% hasta alcanzar los 44 millones de dólares (35,15 millones de euros) en 2010, según WWD. La fiebre no cesa. «Las pestañas están de moda. […] Son cosméticos, no accesorios. Este sector crece dos dígitos anuales desde hace unos años», declaraba en la misma publicación David Woolf, de la firma American International Industries. En España, más de lo mismo. «Puestos a elegir, preferimos sacrificar los tratamientos corporales y cuidar lo que se ve. Por eso, las manicuras y los tratamientos de pestañas no se han resentido», afirma Elena Comes, directora del centro Le Petit Salón (Madrid). Un servicio muy popular es Spécialment Yeux, incluye diseño de cejas (15 euros) y extensiones (desde 90 euros), tinte (25 euros) y permanente de pestañas (50 euros). «También triunfan las Extensiones Glamour, unas pestañas en ramillete muy Hollywood», describe Comes.
Parte de la culpa de la recuperación la tienen los serums; alargan e hidratan. Desde Givenchy (Mister Lash Booster) hasta L’Oréal (Sérum Re-activador de pestañas), pasando por Mary Kay (Serum regenerador de pestañas y cejas) y Dior (Diorshow Maximizer), pocas marcas se han resistido a lanzar uno en los últimos años. Talika, una de las pioneras –está especializada en pestañas desde 1948– propone Lipocils Expert, un gel capaz de alargar, pigmentar y curvar. La fórmula original suma 60 años. «Desde el año 2000 hemos vendido más de cuatro millones de unidades; Lipocils las alarga en 2,4 milímetros en un mes», explican desde la firma.
La tendencia procede de EE UU. «Como dice Gilles Lipovetsky [sociólogo], vivimos en la era del vacío. La globalización no es solo económica, es un aspecto de modificación social de normas de conducta y de valores. Hoy vuelve la misoginia radicalizada. Algo que se comprueba en las sociedades actuales. En las orientales, vuelven el burka y las normas religiosas radicales. En las occidentales, el modelo de mujer cosificado donde cuenta más la apariencia que el ser. Es el triunfo de lo falso», plantea Blanca Muñoz, profesora de Sociología de la Universidad Carlos III de Madrid. Y añade: «Los complementos como la faja o los postizos son símbolos de la feminidad arcaica; su retorno demuestra que hemos olvidado las revoluciones liberadoras de los 60 y 70. Un olvido impuesto por el influjo de famosas como Madonna o Beyoncé».
Es un gesto reciente. En la Edad Media y en el Renacimiento, las mujeres no se embellecían las pestañas, el foco estaba en la frente: debía estar despejada. Aunque hubo un tiempo en el que sí se maquillaron. En Inglaterra y durante la era de Isabel I (1533-1602), las mujeres se tiñeron cejas, pestañas y melenas pelirrojas para parecerse a la soberana. La práctica era peligrosa: usaban aceite de vitriolo, una especie de ácido sulfúrico muy corrosivo. No fueron las únicas locuras. En el siglo XIX se oscurecían con hollín o ceniza mezclados con zumo de baya de saúco. «Lucir unas pestañas perfectas está al alcance de todas. Basta con cortar las puntas cada cinco o seis semanas», escribió Lola Montez en The Arts of Beauty, or Secrets of a Lady’s Toilet. Y así siguieron hasta que Eugene Rimmel inventó la primera máscara. Un poco más tarde, en 1913, el químico T. L. Williams desarrolló una más moderna para su hermana Mabel, que quería seducir a un hombre. No lo consiguió, pero la máscara se convirtió en un éxito (y en el nacimiento de la marca Maybelline). La razón de su triunfo: no era tóxica, se basaba en una mezcla de vaselina y polvo de carbón. Las pestañas falsas aparecieron en 1916. «En el cine mudo era necesario resaltar la mirada para dar expresividad, las postizas se volvieron esenciales», explica Muñoz. La tendencia obliga y las extensiones se reinventan. «En el último decenio, la calidad del pelo ha mejorado. Y hay adhesivos que no pican y de color negro; así no se nota el punto de aplicación», afirma Costes.
Son un símbolo de juventud. «Los signos de envejecimiento aparecen a los 30 años. Las pestañas adelgazan y pierden colágeno, queratina y vitaminas. Además, su ciclo de renovación se ralentiza», describe Costes. Otra consecuencia es el efecto de puntas quemadas. «Con la edad y la exposición solar se aclaran las puntas. El resultado: las pestañas parecen más cortas», señala la experta. «A partir de los 55 años, el debilitamiento se acelera. Las infecciones, las alergias, el estrés o determinadas patologías pueden disminuir la cantidad. Otra causa es una alimentación pobre en oligoelementos y vitaminas», insiste Eduardo López Bran, dermatólogo del Imema.
«Hay un elemento atávico y primitivo en la valoración de las pestañas como formas de erotismo. Nos remite al fetichismo del cuerpo femenino elaborado por la publicidad y el consumo. Son un símbolo de seducción característico del cine, de iconos como Betty Boop o las pin-ups», sentencia Muñoz.
La pasión por unas pestañas largas y sexies ha entrado en la farmacia. De los cosméticos hemos pasado a los medicamentos. Allergan, el fabricante de la toxina botulínica, lanzó Latisse a finales de 2008. Este medicamento alarga las pestañas, pero no se comercializa en España. Se basa en la prostaglandina, un derivado de los ácidos grasos presente en otro fármaco de la casa: el Lumigan (este sí autorizado en España). «Lo usan los pacientes con glaucoma para reducir la presión ocular; también alarga y puebla las pestañas. El problema es que la prostaglandina puede tener otro efecto: oscurecer el iris si entra en el ojo», avisa Mar Mira, experta en medicina estética de la Clínica Mira + Cueto (Madrid). Latisse se debe administrar bajo supervisión médica. Catherine Saint Louis, periodista de The New York Times, compara el fenómeno con el del Viagra. La razón: Latisse no es barato –cuesta entre 80 y 150 dólares al mes (64 y 119 euros) y solo funciona mientras se usa–, pero arrasa. En 2009 sus ventas alcanzaron los 73,7 millones de dólares (58,9 millones de euros); en 2010, los 82 millones de dólares (65,3 millones de euros) y en 2012 se prevé que lleguen a los 200 millones de dólares (159,2 millones de euros).
¿Y qué propone la cirugía? «El injerto se empezó a hacer hace 50 años en Nueva York, se coge pelo de la nuca y se implanta. Es común en caso de pérdida por quemadura», afirma el cirujano Enrique Bassas. Y añade: «Tiene un inconveniente: el cabello crece, hay que cortarlo. Por eso y no porque sea menos invasiva, compensa apostar por la cosmética». El futuro no pinta mal. «La clonación del pelo se investiga en varios países y supondrá una revolución», predice López Bran.
La obsesión por las pestañas es irónica, según Tracy Quan. «Hemos llegado a un punto en el que no hay pelo del cuello para abajo –triunfan los genitales afeitados–, pero sí para arriba. Es un contraste y un cambio con respecto al pasado».
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