El Dr. Sebagh, el rey del botox
Es el artífice de los rellenos con los que Hollywood se ha cambiado la cara. Jean Louis Sebagh, conocido como Mr. Botox, nos abre su clínica en exclusiva.
La medicina estética no existía hace 30 años, yo la inventé», afirma Jean Louis Sebagh, sentado en una camilla de su clínica parisina. Este francés de origen español, sonrisa pícara y ojos vivarachos ha revolucionado la belleza. Y ha divido a la sociedad entre los que adoran el bótox y los que no. Cindy Crawford, Madonna o Elle MacPherson son algunos de los rostros que han pasado por sus manos. Hay otros, menos conocidos: aristócratas, amantes de magnates, princesas. Y otros todavía más anónimos. Sebagh trata a una media de 22 pacientes al día. Los lunes y martes, en su consulta parisina; los jueves y viernes, en Londres. Algunos como Sophie (nombre falso) llevan cuatro años visitándolo.
–¿Qué hacemos hoy? Todo, Jean Louis.
Sebagh estudia la cara de su cliente delante de esta periodista de S Moda. Marca con rotulador varios puntos, prepara la jeringuilla e inyecta ácido hialurónico. Tarda cinco minutos. Luego le toca el turno al bótox. Otros cinco minutos. «Las sustancias llevan anestesia. Hace unos años, no», precisa. Sophie aguanta como puede; se sujeta a la camilla y mantiene la respiración. Es rubia y ronda los 50. Los pinchazos dejan unas marcas violáceas en su piel, desaparecerán en unas horas. Ácido hialurónico para moldear el rostro, bótox para relajar sus músculos, vitaminas para reavivar la piel y sangre propia para acelerar el proceso de cicatrización. El futuro de la belleza ya está aquí. La primera piedra la puso en 1983 el colágeno, una sustancia nacida en EE UU. La segunda, la grasa, que ya casi no se usa en el rostro. Y la última ya en 1999, el ácido hialurónico. Es la revolución de las sustancias de relleno. «Pero el verdadero progreso llega cuando los laboratorios y yo transformamos el ácido hialurónico en algo viscoso». El hallazgo permite inyectarlo bajo la dermis y no en la superficie. «Entonces dejamos de hablar de arrugas para hacerlo de volumen». El otro protagonista es el bótox, que este año cumple 10 años. «No, 20», matiza el doctor, «se celebra el 10º aniversario de su aprobación [EE UU admitió la toxina botulínica en 2002; España, en 2004]. Pero los médicos lo usamos desde 1992. Si llegamos a esperar a que la permitieran, habríamos muerto de aburrimiento».
Algunos casos son complicados. Una morena de pelo corto y ojos azules con mono y bailarinas entra en la habitación. Tiene 35 años y es británica. Tiene pinta de exmodelo. Es su segunda vez. «Los perfiles angulosos como el suyo son complicados», explica Sebagh. La morena odia las agujas. Tararea para olvidar el dolor; no lo logra y se le saltan las lágrimas. Cuando todo ha terminado, Sebagh masajea el producto en el interior de sus pómulos. Lo asienta. «Parece sistemático pero este trabajo tiene un componente artístico». Vaya si lo tiene. La mayoría de sus pacientes conserva la expresión. No todos los rostros plásticos pueden decir lo mismo. La automatización tiene ventajas: el tratamiento dura un suspiro, se sufre menos y a Sebagh le permite sumar 4.000 visitas anuales. Pero también desventajas; incita al intrusismo. Todos quieren ser médico estético. «Cuando abandoné el bisturí tras 25 años, mis compañeros me trataron como a un loco. Pero hace 10, el bótox se democratizó. Hoy es un fenómeno mundial. Allí donde vas, te pinchan: Arabia Saudí, Azerbaiyán, Venezuela, Japón… La medicina estética está llena de incompetentes, de dentistas y enfermeras que inyectan, y la culpa es de los cirujanos. Perdieron el tren por falta de visión». Los liftings creaban clones; el relleno, también. Es el New New Face, el nuevo nuevo rostro. Así bautizó el escritor Jonathan Van Meter la uniformidad de las caras plásticas de Hollywood. Sus códigos: pómulos torpedo, frente inmaculada, mentón angular y piel lozana. El nuevo look arrasa. Y borra facciones en rostros cada vez más jóvenes. «Hacen falta dos para querer. El loco no es solo el médico, el paciente también es responsable de esa relación», sentencia. Y añade: «La anatomía de la expresión es un arte. Quien no tiene ese don, uniformiza».
Sebagh cuenta con dos consultas, una en Londres (sobre estas líneas) y otra en París.
Justin Creedy Smith
Óscar (nombre ficticio) tiene 44 años. Es fiel a Sebagh desde hace 11. Su rostro parece de porcelana. Tiene arruguitas, pero son armoniosas. Casi no se nota que lleva bótox. Esta tarde quiere una buena ración. Sebagh se niega. Le pondrá lo justo. Ríen y charlan sobre sus continuos tiras y aflojas. Sebagh hace malabares con las microcánulas: las clava, les da vueltas, las inyecta donde quiere: en la frente, las patas de gallo, la nariz, los pómulos, el labio superior, el mentón, el cuello… «Para dedicarse a esto hay que ser humano». Y cirujano, al parecer: «He hecho maxilofaciales, rinoplastias… estas operaciones extremas me han curtido; me han dado manos de escultor». Dice que es capaz de ver bajo la piel.
La bombilla se le encendió en Los Ángeles: «Viajé a EE UU en los 80 porque me atraía el concepto caricaturesco de la estética. Me encontré con clones. Eran todas iguales. Allí encajaban, pero fuera…». ¿La solución? «Crear un canon global; la belleza fusión». Su búsqueda del santo grial tiene chicha. «La clave es mantenerse. Ralentizar el envejecimiento, no pararlo. Mi idea: ocupémonos de las treintañeras con técnicas no invasivas –léase pinchazos– y evitaremos el bisturí». Su filosofía ha operado un cambio silencioso en la sociedad. La transformación será más evidente en 50 años: nos dividiremos entre los que recurrieron al bótox y los que no. «Es una sustancia preventiva. Actúa sobre los músculos depresores y evita que la piel se descuelgue. No hay edad para empezar. Mis pacientes tienen entre 20 y 87 años». Él es su mejor obra: 57 años y mucha planta. Asegura que duele más pinchar al paciente. «Estas técnicas obran milagros en los hombres. Yo fruncía el ceño constantemente; parecía enfado. El bótox me relajó y hoy tengo cara de simpático». Es cierto. Las mujeres son mayoría: 85% frente al 15%. «Alcanzamos el 20% de hombres, pero con la crisis…». ¿Las vacas flacas se han traducido en menos clientes? «No. El número de mujeres ha subido. Muchas se divorcian a los 40. Y les toca rehacer su vida. La mujer no mira el reloj como el hombre. Debe mantenerse». Le cuentan casi todo. «He vivido su primer matrimonio, su segundo divorcio…». Pero no por qué se pinchan. Él no lo pregunta. «¿Y por qué iba a preguntar? Me parece lógico que lo hagan. Todos –ricos y pobres– queremos ser jóvenes. Es un deseo universal. La belleza es riqueza. Sobre todo para la mujer. Permite escalar en la sociedad». Eso sí, no sale barato; una sesión de bótox cuesta entre 400 y 500 euros. La de ácido hialurónico, entre 800 y 2.500 euros.
¿Nacionalidades en alza? «Los rusos y asiáticos. En Asia viven la locura del bótox. Es como en EE UU con el bisturí hace 30 años. No lo necesitan, pero se ponen sin parar». Dicen que cuando se prueba, no hay vuelta atrás, porque la piel se estira al rellenarla y crea arrugas cuando las sustancias se reabsorben. «La silicona causó problemas porque es definitiva. Que el bótox y el ácido desaparezcan es una ventaja; permite seguir el proceso de envejecimiento y adaptarnos». Mr. Botox dixit.
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