Antes que Obama, ya lo hizo Suárez
El expresidente sabía cual era su mejor perfil, cuidaba con esmero cada detalle de su imagen, cada gesto y se dejaba fotografiar con su familia para transmitir un aire de normalidad.
El cigarrillo ligeramente aprisionado entre los labios, la mirada ensimismada en algún pensamiento que dura lo mismo que una profunda calada. Adolfo Suárez ya demostró hace cerca de 40 años el exitoso efecto de un gesto tan rematadamente seductor como el de Don Draper. El primer presidente de la democracia no era un actor, aunque muchos de sus biógrafos atribuyen una parte importante de su triunfo a un innegable atractivo que él controlaba como eficaz intérprete de si mismo. Suárez fue el primer presidente que sabía cual era su mejor perfil. Una de las enseñanzas decisivas de su etapa como director de Televisión fue el poder de la imagen, que dominaba como nadie.
No solo resultaba interesante a la opinión pública sino que sabía crear un clima cálido a base de gestos convincentes. Era un artista en inteligencia emocional. La naturalidad con que echaba el brazo por el hombro o la sinceridad con que abrazaba a sus interlocutores en combinación con una sonrisa fácil y abierta, desarmaba a cualquiera. Sobre todo a los políticos de distinto signo con los que había que negociar el destino de la nueva España democrática.
Las fotos de Obama, que ahora alabamos por el perfecto manejo público de su faceta más intima y personal, ya las había hecho Suarez en los años 70. Montando en bici con sus cinco hijos, riendo divertido en bañador, lanzándose al mar, jugando al tenis, viendo la tele en familia en la Moncloa, abrazando amoroso a su primogénita Mariam, consultando sus papeles en el avión. Flashes que servían para humanizar al hombre de Estado. Así era más sencillo identificarse con ese ‘hombre normal’, su punto fuerte como declaró a un periódico alemán en 1977. Hasta las lágrimas, un síntoma de debilidad para los hombres de los 80, supo transformar en fortaleza el día en que dimitió. Obama también llega tarde en eso.
En una de sus imágenes más entrañables con su primogénita Mariam.
Elegante y con buena percha, sacaba partido a su talla 42, acorde con el metro setenta y siete y sus setenta tres kilos de peso. Unas medidas coherentes con su escasa afición a la comida. Se alimentaba de cafés y tortilla francesa, y ni tan siquiera entonces dejaba de empalmar un pitillo con otro. Se le notaba cómodo en su piel. Su sastre de cabecera, Antonio Pajares, reforzaba las hombreras para dotarle de más amplitud, según desvela Gregorio Morán en el libro ‘Ambición y Destino’ sobre el presidente. Siempre impecable, las chaquetas entalladas le sentaban como un guante y jamás renunciaba a los gemelos y a una camisa como recién planchada. La periodista Esther Esteban cuenta que en una de sus últimas campañas con el CDS le preguntó como a pesar de las interminables jornadas en el bus electoral estaba permanentemente impoluto: "¿Mi secreto inconfesable? Pues es simple: como sé que me sienta bien el color azul —que os gusta mucho a las mujeres— y también determinado tipo de trajes, me suelo comprar una docena de la misma camisa y un par de trajes iguales. Así parece que es el mismo pero no es igual, es mi propio trampantojo del estilismo". El presidente tenía estilo y una expresividad corporal que ya quisieran sus sucesores. La chaqueta abierta y la mano izquierda apoyada en la cadera mientras departía en los pasillos del Congreso, una de sus poses más repetidas, exhalaba tal aplomo que era lógico confiar en él.
Su sastre Antonio Pajares reforzaba las hombreras de sus trajes.
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Unos pocos quisieron ver en Suarez al Kennedy español, aunque ese título pertenecía a Joaquín Garrigues Walker, que fue ministro de Obras Públicas en su segundo gobierno. El prometedor hijo de Antonio Garrigues y Díaz-Cañabate, la saga española más similar a los Kennedy, podía haber sido John. Le gustaban las mujeres, era divertido, ingenioso, irónico y dicen que en los consejos de ministros era la atracción. Por su despacho de abogados pasaban los grandes ejecutivos americanos que querían hacer negocios en España, pero quedó preso entre la arrolladora personalidad de Suárez y la de su propio padre, quien en el 66 hasta se permitió un romance con Jackie.
Suarez no fue Kennedy pero si representó la modernidad, la frescura y la necesidad de fascinación que tanto ansiaba este país tras la alcanforada dictadura.
Con su hija Mariam, en Mallorca en 1983.
Bailando con su mujer Amparo.
Tenía una docena de camisas azules siempre impecables. Sabía que le favorecían.
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Con un look relajado en una de sus estancias en Mallorca.
En la boda de su hija Sonsoles.
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En su etapa de director de RTVE aprendió el poder que tenía la imagen.
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