Ahora ellas visten como ellos
En una temporada en la que la geometría se muestra como elemento de máxima influencia, el blazer se transforma hasta feminizarse por completo.
Se veía venir. Casi todas las pasarelas de hombre de primavera habían escogido a una modelo para que desfilara con la misma ropa que el casting masculino. Anunciaban el retorno de una confusión de sexos que tenía más de androginia que de unisex. Con la llegada del otoño, los diseñadores de colecciones femeninas han confirmado la tendencia: vuelve el estilo masculino para sacar del armario de ellos las piezas que ellas se quieren poner. Esa que coloca de nuevo el blazer en el pedestal de las prendas imprescindibles; y que en el saqueo incluye la camisa, el pantalón, el tabardo, el abrigo, el traje, el esmoquin, el trench y hasta la bata y el pijama. Pero vuelve con tal feminidad, que deja casi irreconocibles las clásicas siluetas de ejecutiva.
En una temporada en la que la geometría se muestra como elemento de máxima influencia, el blazer se transforma hasta feminizarse por completo. No es solo que se acerque al cuerpo y encoja –como propone Haider Ackermann–; tampoco basta que crezca hasta el oversize de Stella McCartney; ni siquiera que se depure hasta el minimalismo de Armani. Ahora se superpone a pares, como vimos en el desfile de Karl Lagerfeld para Chanel, fiel a la máxima del lujo «dos mejor que una».
Algo parecido le ha pasado a los abrigos. Largos o cortos, nacen del clásico terno de hombre, cruzado o sin cruzar. Pero Céline los ahueva, Michael Kors los dibuja con tiralíneas –cortados en cachemir de doble faz– y Nina Ricci los relaja a base de suave tweed rosa.
Eterna dualidad. En cuestión de pantalones, nadie se pone de acuerdo. Poco a poco las pinzas ganan terreno; pero también los pantalones zanahoria –anchos arriba y estrechos abajo– y los pitillos y pantalones rectos, con detalles de sastrería masculina, pero sin pinzas.
Las camisas ganan enteros a las blusas –aunque las de lazo no se dejan ningunear–. Las más discretas ponen cuello a los jerséis a caja y las más llamativas se hacen con una pechera de volantes o un plastrón decorado para poner delicadeza donde antes hubo rigor.
Lección magistral. El desfile de Dolce & Gabbana sirve de perfecto manual de empleo de esta tendencia. No solo en cuestión de prendas y proporciones, también en el uso de materiales y en la forma de dosificar los accesorios. Las lentejuelas, el raso y el terciopelo se mezclan con los clásicos tejidos masculinos ingleses y el cachemir –en tonos pasteles–. Aparecen los calcetines, las corbatas, los elásticos y los cuellos de piel. En los pies, los zapatos oxford y los brogue lucen estrellas o lunares; mientras los sombreros fedora ponen el punto sobre la «i» de la silueta.
Algo parecido a lo que ha hecho Ralph Lauren con las prendas de etiqueta en un desfile en el que incluyó un tercer elemento: las chinoiseries, que siembran de fantasía oriental el estricto protocolo.
Ambos desfiles desvelan la fórmula perfecta: mezclar detalles, accesorios, acabados, patrones y colores femeninos con los básicos masculinos, amasarlo todo hasta lograr una silueta bien argumentada sobre la confusión. ¿La clave? Poner en valor todo lo que transgrede lo obvio: el colorido más chispeante para la prenda estricta, los brillos rutilantes emparejados con paños de sastrería, la impoluta camisa que perturba con sensualidad o el chaquetón marinero que se mide con las transparencias.
Este juego garantiza encanto y estilo y presenta las armas de una vieja seducción: un perverso y erótico desconcierto.
Americana de Dolce & Gabbana (995 euros), cárdigan de Virginie Castaway (c.p.v.), blusa de Cos (69 euros), bolso de Céline (2.100 euros), zapatos de Stuart Weitzman (310 euros), medias de Wolford (c.p.v.).
Quentin de Briey
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