La barbería de Percy y el barrio dinamita
Azotada por la violencia racista, como la bomba que acabó con cuatro niñas negras, la ciudad del sur de EE UU recuerda que la lucha contra la discriminación continúa
En la barbería de Percy Hornbuckle Junior pueden cortarte el pelo, afeitarte, registrarte para votar y, si la paciencia te lo permite, regalarte el febril sermón de Cedric Hatcher, un predicador sin iglesia que no se sabe si está colérico o eufórico y parece recién sacado de Coming to America, aquella comedia de Eddie Murphy de 1988 que en España se tituló como El Príncipe de Zamunda.
Hornbuckle Junior, que heredó el negocio de su padre, dice que Magic City Barbershop, fundada en 1930, también vendió whisky casero en la trastienda en plena euforia por el fin de la Ley Seca, pero que eso acabó cuando llegó su padre, en los 50. Nadie recordaba ya entonces la Ley Seca entonces, claro, pero regían otras muchas que hicieron de ese lugar un refugio para hombres negros, un sitio franco donde preguntar por un abogado, organizar una colecta o evadirse un rato de la alargada sombra del Ku Klux Klan.
Porque esa sombra era muy, muy alargada en Birmingham (Alabama). No cualquier ciudad acaba con el sobrenombre de “Bombingham” y, mucho menos, tiene todo un barrio conocido como Dynamite Hill por la cantidad de ataques que perpetró el Klan.
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Último miércoles de julio, segunda parada de esta ruta que recorre Estados Unidos de sur a norte para contar pasado y presente de los negros estadounidenses. El aguacero caído a primera hora ha dado lugar a un sol hercúleo y las calles del centro parecen un decorado recién lustrado, listo para que empiece a llegar la vida si esta se digna a aparecer un día laborable, pero de calor sureño y en pleno azote del coronavirus.
Alguien ha pintado el lema Black Lives Matter (Las vidas negras importan) en una de las calles que llevan al teatro, que tiene casi un siglo de historia y es uno de los edificios más reconocibles del centro. Una fila de estrellas en el suelo, que emulan al paseo de la fama de Hollywood, homenajea a celebridades de Alabama como Truman Capote, Fannie Flagg o Harper Lee. Las sigo como si fueran migas de pan, sin nada mejor que hacer, y me acaban conduciendo a la Avenida 4, donde llaman la atención las tres barberías casi contiguas de estética muy añeja. Forman parte, dice un cartel, del Distrito Histórico de los Derechos Civiles.
“Aquí es donde empezó la historia, aquí es donde Martin Luther King y Fred Shuttlesworth marcharon. Aquí es donde los perros de las policía mordían y, en estas barberías, estaba el cuartel general del movimiento, donde podían hablar de todo”, explica el pastor Hatcher, un predicador conocido en la ciudad y, según la prensa local, muy polémico por su férrea oposición al matrimonio gay. Hatcher, de 56 años, se deja caer por Magic City dos o tres veces por semana para, según sus propias palabras, “hablar con la gente”.
“Lo hacen muchos clientes, vienen a cortarse el pelo y se quedan dos tres horas de charla, a veces vienen con su almuerzo y comen aquí, aunque los jóvenes no lo hacen tanto”, explica Hornbuckle. Ya no son negros el 100% de los clientes como en la era de la segregación, dice, “ahora serán el 85%”.
Las barberías afroamericanas florecieron en los barrios negros de Estados Unidos en la era siniestra de Jim Crow y se convirtieron en algo mucho más trascendente que el lugar donde los hombres se arreglaban el cabello. Como las iglesias, eran una zona franca donde se podían reunir y organizar, o simplemente hablar de béisbol. En la Alabama de los 50 y los 60 todo adquiere mayor simbolismo, era la Alabama de Rosa Parks y Martin Luther King, la del boicoteo a los autobuses y la de la Marcha de Selma.
La respiración en la ciudad se detuvo la mañana del 15 de septiembre de 1963. Cuatro supremacistas blancos pusieron una bomba y murieron cuatro niñas negras de entre 14 y 11 años
Era la Alabama de Dynamite Hill. En ese vecindario, en los años 40, una niña afroamericana llamada Angela Davis aprendió las primeras nociones de desobediencia civil. La casa de sus padres se encontraban en Center Street, una calle que trazaba la línea divisoria entre un barrio de negros y otro de blancos. Los críos se acercaban a hurtadillas a las casas de familias blancas y tocaban el timbre, sabiendo que era ilegal, para luego escapar corriendo. “Aprendí que la resistencia puede ser divertida”, contó hace unos años la famosa autora y activista.
La respiración en la ciudad se detuvo la mañana del 15 de septiembre de 1963, cuando la autora tenía ya 21 años. Cuatro supremacistas blancos pusieron una bomba en la iglesia de la calle 16, a la que solía acudir Martin Luther King, y murieron cuatro niñas negras de entre 14 y 11 años: Denise McNair, Addie Marie Collins, Carole Robertson y Cynthia Wesley. Las dos últimas eran vecinas de Davis. “En los ocho años anteriores a ese día, había habido otras 21 bombas”, recordó la escritora en un aniversario de la fecha en Birmingham, pero aquella matanza -por el lugar, por las víctimas- provocó un dolor muy singular.
La canción Mississippi Goddam (Maldito Mississippi), de Nina Simone, nació de ese estupor. “¿No puedes verlo? ¿No lo sientes? Está flotando en el aire, no puedo soportar la presión mucho más. Que alguien rece”, canta Simone en tono exasperado, sentada al piano durante un concierto en el Carnegie Hall de Nueva York, que se publicó en un disco al año siguiente. La artista diría tiempo después que aquella fue su primera canción sobre los derechos civiles y los estudiosos de su trabajo la consideran, en efecto, el punto de inflexión hacia una obra más política.
La conmoción también llevó a John Coltrane a componer Alabama, una pieza intrigante y triste, de cuyo significado no habló a su cuarteto habitual hasta que estuvo terminada. Llegó al estudio con la partitura un 18 de noviembre, dos meses después de la tragedia, la ensayaron y grabaron. La canción formó parte del disco Live at Birdland, que saldría la venta al año siguiente.
Hoy, las fotos de las cuatro niñas están colgadas en de las barberías de la Avenida 4, Talk of the Town, que regenta un hombre llamado Eugene Jones que monta guardia con una silla en la calle, como un señor de pueblo que toma la fresca en verano.
Dentro vigilan Malcolm X, Martin Luther King, Muhammad Ali, Prince. Sus retratos ocupan lugares destacados de las paredes, entre fotos de jóvenes de graduación, estampitas de funerales y un letrero manual que dice: “Regístrate para votar. Aquí. Ahora. Si tienes 18 años o más, sé un votante y no un parlanchín”. Como Percy Hornbuckle, Jones también ofrece formularios a los clientes para pedir el voto, cuyo acceso ha sido históricamente problemático para los negros, y se ofrece a presentarlos de forma gratuita.
Libros de salmos reposan abiertos sobre los mostradores, entre peines y sprays. Podría ser el local social de una parroquia, el de una entidad de barrio, o una barbería de hace medio siglo. En la televisión, sin embargo, la CNN dice que un brote de coronavirus en los Marlins de Miami ha puesto en peligro la temporada de la liga de béisbol y eso devuelve de golpe a la realidad del aquí y ahora.
Dentro vigilan Malcolm X, Martin Luther King, Muhammad Ali, Prince. Sus retratos ocupan lugares destacados de las paredes, junto a un letrero que dice: “Regístrate para votar”
En ese aquí y ahora la matanza de la iglesia sigue muy presente. El FBI de J. Edgar Hoover impidió que se procesara a ningún sospechoso alegando que las pruebas eran circunstanciales, aunque había una grabación de uno de ellos diciendo a su mujer que había preparado una bomba. Se imputó al primero de los autores en los años 70. Para condenar al último hubo que esperar a 2001, cuarenta años. Este, Thomas Blanton, murió el pasado junio en prisión.
La historia de los Derechos Civiles de los negros avanza así, a golpe de conmoción, de catarsis nacionales que siempre reclaman alguna vida. Ahora, ese punto de inflexión es la muerte de un hombre negro llamado George Floyd, durante un brutal arresto policial a finales de mayo. “No pudimos dejar de hablar de ello durante semanas”, dice Percy Hornbuckle junior. El pastor Hatcher agarra su pancarta -en sentido literal, suele llevar una pancarta consigo- y se va. Antes, pide unos dólares de donativo y examina a la periodista extranjera: “Ha muerto alguien importante, ¿sabe quién?”. Se refiere al congresista John Lewis, el último símbolo de la generación de King, al que enterraron esa semana en Atlanta.
El día acaba con un paseo por Center Street, aquella vieja línea divisoria de razas en la época en la que creció Angela Davis. Las bicicletas en las cuidadas casas hacen pensar que sigue habiendo niños jugando por allí, ojalá haciendo las mismas travesuras que en los 50, pero probablemente esa costumbre no ha resistido el paso del tiempo como las barberías afroamericanas del centro.
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