No, maldita sea, no soy un robot
Los humanos ya convivimos con inteligencias artificiales en la Red. Pero resulta insolente que una máquina nos obligue a demostrar que somos personas
Una palabra borrosa o distorsionada que hay que trascribir. Un cuadrante de fotos, indica dónde ves matrículas o semáforos. Una casilla que sin más dice: “No soy un robot”, y que debes marcar, sin que ofrezca la opción de confesar que sí lo eres. El internauta se ve obligado a pasar este proceso, que recuerda a las identificaciones aleatorias de la policía en las calles, muéstreme el carné de humano por favor.
La ciencia ficción preveía que en el siglo XXI conviviéramos con robots humanoides, pero como mucho tenemos la roomba. Donde sí nos mezclamos con robots es en la red, ahí se les llama bots. Expresión llena de connotaciones negativas: son los que replican mensajes intoxicadores, se movilizan para linchamientos, llenan tu buzón de spam, tratan de robarte las contraseñas o de desplumar tu cuenta bancaria.
Para reconocer a los bots surgieron los captcha (Completely Automated Public Turing test to tell Computers and Humans Apart), que remiten al test que ideó Alan Turing en 1950 para distinguir a humanos de autómatas. También se le llama Reverse Turing Test, porque no es un humano el que pone a prueba al robot, sino al revés. El matemático británico fue un visionario, pero no debió prever que daría nombre a algo tan molesto.
El captcha -invento del guatemalteco Luis von Ahn, quien lo vendió a Google, y que ya ha cumplido dos décadas- no se basa solo en que el cerebro humano reconozca mejor fotos o textos confusos que una inteligencia artificial: en sus versiones actuales también mide cómo mueves el ratón, de forma más imperfecta que un programa (por eso basta con clicar “no soy un robot”).
Pero los robots ya hacen cosas mucho más complejas que distinguir semáforos. ¿Y entonces? Amazon ha patentado algo más endiablado: el Turing test via failure, que haría preguntas tan complejas que el humano cometería errores y el robot no. Esto resultaría aún más irritante, y tampoco parece una barrera infranqueable. Una investigación de la Universidad de California concluyó hace ya diez años que estos sistemas no tienen nada de inexpugnables, pero elevan el coste de hackear un sistema. No son un impedimento tecnológico, sino económico. Una forma de disuasión. Y de asegurar, de paso, el impacto de la publicidad en línea.
El captcha, entonces, existe por nuestro bien, para protegernos de peligros. ¿Por cuánto tiempo? Aaron Malenfant, ingeniero dedicado a este sistema en Google, reconoce que en cinco o diez años habrá quedado obsoleto, pero confía en que para entonces habrá otras formas de reconocer robots ejecutándose en segundo plano. Mientras eso llega, hay toda una industria de saltadores de captchas, con estresados trabajadores resolviendo mil al día en un sótano. No vaticino mucho futuro a ese duro oficio. Las máquinas aprenderán a engañar a otras máquinas como ya saben engañarnos a nosotros.
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