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Si hubiéramos sabido que el progreso era eso

"Como protesta contra las locomociones colectivas, como el tranvía, la locomotora y el trasatlántico, que agrupan a seres libres en forma de mercancía para transportarlos, se ha inventado la bicicleta".

En 1969, Francisco Umbral publicó su novela Si hubiéramos sabido que el amor era eso. Y hoy me permito la inspiración de su título para componer el de este artículo y que refleje la incertidumbre que provoca lo por venir, lo por conocer, cuando ya se siente su presencia. Y es que vivimos el vértigo de que está emergiendo un nuevo modelo de vida, imprevisible hasta dónde llegará su cambio radical, pero que se nos presenta desde estos primeros momentos incontenible.

Las transformaciones de la Revolución Industrial nos han puesto, en estos últimos 200 años, en situaciones de incertidumbre parecidas, pero ninguna de ellas tan turbadora como la actual. Sin embargo, es interesante fijarse en algunos de esos momentos de cambio, críticos, para ver los temores, rechazos o euforias que creaban y contrastarlos con las emociones y reflexiones que provoca nuestra incertidumbre actual. Además, lo que ya ha sucedido nos permite comprobar los fundamentos de esas primeras reacciones.

Para el premio Nobel José Echegaray: "Allá van 300 viajeros en un tren, formando un todo invisible; con la misma velocidad todos ellos: la de la marcha. El sabio y el ignorante, el bueno y el malo; la mujer fea y la mujer hermosa; el que va soñando idealismos y el que va rumiando miserias, todos son masas iguales que describen la misma trayectoria, la de la vía férrea, con igual rapidez. [...] La velocidad es la reglamentaria para todos; la igualdad ante la marcha es perfecta. El estado socialista de un tren es nivelador. [...] Por eso digo que la locomoción en los ferrocarriles es eminentemente socialista, y si no representase tan gran progreso y de algún modo pudiera serme antipática, por el socialismo que representa me lo sería en grado sumo".

Pero, continúa Echegaray, "como protesta contra esas locomociones colectivas de la vida moderna que se manifiestan con los mismos caracteres, desde el tranvía a la locomotora y el trasatlántico, agrupando seres libres en forma de mercancía para transportarlos con fatal uniformidad mecánica a lo largo de centenares de kilómetros, se ha inventado la bicicleta. ¡Qué libre, qué independiente, qué individualista es la bicicleta! [...] Cierto es también que el ciclista puede caerse, pero será una caída individual, digna y solitaria, sin las promiscuidades repugnantes de un descarrilamiento o de un choque en ferrocarril".

No por estas razones de Echegaray, la bicicleta va a ser hoy una reacción ante otras máquinas, como el automóvil, que congestiona las ciudades. Máximo exponente de cómo un ingenio consigue abducir a la persona, ingresarla en su habitáculo para una buena parte de su vida y afectarle el cerebro para crear una mentalidad de aceptación incondicional. La reacción insuficiente de la sociedad ante la catástrofe que el tráfico supone en vidas humanas, en tanto sufrimiento tras los accidentes, en la salud de toda la población, solo se puede explicar por esa abducción masiva sin necesidad de naves extraterrestres, pero sí con la sublimación del cine, de la publicidad insistente (asociando al coche valores totalmente ajenos y muy discutibles), de los concursos... Ahora es un pequeño espejo negro, el que nos hace bajar la cabeza, fija nuestra mirada y sujeta nuestras manos.

La transformación en el siglo XX de la mentalidad de los ciudadanos respecto a esa máquina de combustión interna es quizá una de las más radicales que nos ha sucedido. Se cuenta la anécdota del vendedor de los primeros y exclusivos automóviles que, para intentar convencer al señor arrellanado en un sillón del casino madrileño acerca de las ventajas y disfrute del coche, recurre a las pocas horas que tardaría en llegar a, por ejemplo, Zaragoza. "¡Y para qué quiero yo ir a Zaragoza!", le contesta. Pero hoy la «escapada» a otro lugar, aunque sea a costa de muchas horas de coche, es una tentación cuando se dispone de unos días libres.

Y quizá hoy las "locomociones colectivas" que criticaba Echegaray pueden verse traducidas —desde luego por otros motivos y valores que los expuestos por el escritor, matemático, ingeniero y político— a esos desplazamientos masivos y empaquetados de turistas que ya se sienten como plaga contemporánea que arrasa patrimonio, cultura, medioambiente...

Se dice que cuando llegaron los primeros automóviles al mundo rural americano algunos conductores principiantes instintivamente tiraban del volante hacia atrás como las riendas en un carruaje para detenerlo. Y es que todo artilugio nos pide nuevas destrezas, como ahora está sucediendo en este mundo digital tan exigente de nuevas habilidades. Pero más decisivo que esto son los cambios de mentalidad que traen los artefactos. Porque provocan emociones contrarias: recelo por lo que nos obligan a abandonar —y que ante la pérdida sublimamos—, temores latentes que se despiertan y proyectan, euforia porque liberan sueños de transformación para la que hasta entonces no había medios... Pero la mentalidad, con sus emociones, es el campo de intervención de los poderes para conducirnos; de ahí la importancia de asentar los ánimos con razones, con explicaciones fundadas y sosegadas, sin que nos vendan elixires ni nos anuncien calamidades.

La vida en digital es un escenario imaginado que sirva para la reflexión, no es una predicción. Por él se mueven los alefitas, seres protéticos, en conexión continua con el Aleph digital, pues la Red es una fenomenal contracción del espacio y del tiempo, como el Aleph borgiano, y no una malla.

Antonio Rodríguez de las Heras es catedrático de la Universidad Carlos III de Madrid.

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