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¿Malgastamos la abundancia que proporciona la Red?

La Red ha creado un entorno de información fabuloso en muy poco tiempo. Sin embargo, la abundancia de información tiene el riesgo del despilfarro, que en este caso se manifiesta con la desatención.

Dos obreros en una granja de minado en Saint Hyacinthe, Quebec (Canadá), en marzo de 2019.
Dos obreros en una granja de minado en Saint Hyacinthe, Quebec (Canadá), en marzo de 2019. Lars Hagberg / Afp / Getty Images

El estómago y el cerebro no han dejado de reclamar nuestra atención. El estómago solicita materia para conseguir la energía que sostenga nuestro trabajoso y trabajador cuerpo; y el cerebro, información para tejer la red neuronal y desarrollar un mundo virtual, es decir, potencia para hacer realidades.

Y, sin embargo, a lo largo de la existencia del ser humano, ni la energía que necesita nuestro cuerpo ni la información que alimenta nuestro cerebro han sido bien atendidas. La escasez nos ha acompañado como un espectro. Siempre hemos estado a merced de la carencia de alimentos, a la vez que viviendo en entornos con muy poca información.

Pero recientemente hemos pasado de un salto de la escasez al exceso. Ha sido un fenómeno casi coincidente para las dos necesidades —aunque, en este planeta tan desigual, no ha alcanzado a la totalidad de sus habitantes—. Si durante toda nuestra historia hemos estado esforzándonos en vencer la empinada cuesta de la escasez, ahora nos precipitamos sin contención por la pendiente del exceso. Exceso en alimentos… y en información. Entre el lado del ascenso y el lado del desplome —entre la carencia y el exceso— está el vértice de la abundancia, que impone un difícil equilibro. Abundancia es tener a nuestro alcance aquello que se necesita: extender la mano y alcanzar el fruto; interrogar y recibir la respuesta.

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La Red ha creado un entorno de información fabuloso en muy poco tiempo. La cantidad de información que tenemos a nuestro alcance es asombrosa. Basta con detenerse en cada texto que leemos, audición que escuchamos, imagen que vemos, y trasladar esos actos inmediatos de percepción al lugar y momento que ocuparían antes sin estar en la Red: la mayoría resultaría inalcanzable; de muchos otros desconoceríamos incluso su existencia; otros requerirían, al menos, un empleo de tiempo considerable para hacernos con ellos…

Sin embargo, la abundancia de información —como de alimentos, de energía, de productos…— tiene el riesgo del despilfarro, que en este caso se manifiesta con la desatención. No conseguir fijar la atención en nada que no sea fugaz; y, si es extenso, se fractura, se interrumpe… Hay tanto que ver, leer, oír, que detenerse en algo hace sentir que se pierden otras muchas cosas. Es la inquietud que se apodera del turista obsesionado por no perderse nada del paquete de visitas programado, aunque solo dé tiempo para un selfi.

La desatención genera una forma también de contaminación —como sucede con otros excesos que estamos cometiendo—, que en este caso es el ruido. El ruido deteriora la información hasta niveles muy perturbadores de confusión, errores y trivialización; el ruido corroe la información de manera que la coherencia, lo discursivo se desmoronan, se desmigajan.

No es cuestión de intentar huir, en vano, de este mundo en red que proporciona posibilidades únicas para vivir en un entorno de información impensable hasta ahora. Hay, por el contrario, que saber vivir en la abundancia y mantener el difícil equilibrio entre la escasez y el exceso (que es donde se encuentra la abundancia).

Sin embargo, se argumenta con frecuencia que la escasez y, por tanto, la dificultad para alcanzar la información (o cualquier otro bien) impone un esfuerzo, un acto de voluntad, que es ya en sí un beneficio para la persona. Y que esto se pierde en el paraíso de la abundancia al tener a mano aquello que antes costaba tanto. Pero no tiene que ser así, pues la abundancia libera tiempo —el bien más preciado para los humanos— y, en consecuencia, posibilidades de empeñarse en otras tareas, en otras búsquedas. Otra cosa es que, recién llegados a este recinto de la abundancia, no hayamos aprendido aún a aprovechar ese tiempo nuevo (una vez más, la esperanza en la educación), y se busque entonces la forma de «pasar el tiempo». Y para ello nada mejor que la distracción, la dispersión de la atención.

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