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La Red somos nosotros

Todos hacemos de repetidores de lo que nos llega y también de transformadores de lo que recibimos antes de transmitirlo. Estamos conectados

Mujeres de Almaty, Kazakistan.
Mujeres de Almaty, Kazakistan. Anna Kubasheva (Getty Images)

En el libro La Red es un bosque tengo recogida una experiencia que imaginé a partir de la situación que Ray Bradbury nos presenta en su novela Fahrenheit 451. Nos habla Bradbury de una sociedad que tiene prohibidos los libros. No está permitido que sus ciudadanos conserven ninguno. La resistencia elemental de quienes quieren conservarlos es la ocultación. Pero los libros son objetos, que ocupan un lugar, así que fácilmente localizables, y muy vulnerables pues el papel arde fácilmente (a 451° Fahrenheit), de manera que cuando se descubren se queman de inmediato y se esfuman. La represión es muy eficaz. 

Así que los resistentes ingenian otra forma de ocultación: que dejen de ser objetos. Para ello, cada persona se aprende de memoria una obra. Se convierte en un libro viviente. Si bien la resistencia es mucho mejor que conservar en papel una obra y buscar un lugar oculto, adolece de que la persona-libro perdura menos tiempo que el libro-papel. Por tanto, hay que trasvasar el contenido memorizado a otra persona antes de que llegue la muerte. En la versión cinematográfica de François Truffaut, la historia termina con la escena impresionante de un anciano esforzándose en que un niño memorice su texto antes de que se pierda con él.

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Y es a partir de este angustioso final donde imagino otra estrategia de resistencia. Consiste en que los ciudadanos en rebeldía no retengan durante su vida una obra, sino que solo aprendan unas páginas y lo más rápidamente posible se la transmitan a otra persona, a la vez que memorizan otras páginas de cualquier otra obra. Y así continuamente en un entrecruzamiento múltiple e incesante. Cuanto más rápido sea el proceso, cuanto menos tiempo permanezca la memoria de esas páginas sin ser transmitida, más eficaz, por resistente, es la red que se ha formado. Puro movimiento. Los libros están desencuadernados, sus páginas revueltas, pero no ocupan lugar y sus palabras permanecen intactas. No hay, por tanto, un lugar donde localizarlos, y quemarlos, ni son vulnerables a la muerte. Toda la literatura se sostiene en la red. 

Pues así vivimos. Todo el conocimiento que ha generado el ser humano se conserva y fructifica de este modo. Todos nosotros somos nudos de la red: hacemos de repetidores de lo que nos llega y también de transformadores de lo que recibimos antes de transmitirlo (recombinando, alterando…). Son flujos continuos, multidimensionales, la mayor parte de ellos aparentemente intrascendentes, capilares, pero imprescindibles, porque dan cohesión a la red y nos mantienen integrados.

Por los hilos de la red circula todo tipo de información en todos los códigos, naturales o inventados por nosotros: palabras, gestos, imágenes, sonidos… y también artefactos, porque cualquier artefacto, por sencillo que sea, contiene una fabulosa cantidad de conocimiento confinado; así que cuando nos llegan y los utilizamos tenemos a nuestro alcance un conocimiento largamente elaborado que influye en nuestra existencia.

De unas ondas en el aire hasta un artefacto, todo este fenómeno humano de la cultura no está en ningún lugar, sino entre nosotros, en red. Ningún nudo la posee, pero por todos atraviesa, como un flujo torrencial o tan solo capilar. Solo disponemos de algunas páginas sueltas, pero en red está toda la obra completa, rehaciéndose continuamente (y, por consiguiente, cambiando). Aunque nos alcanza solo una parte, nos integra y afecta, porque, precisamente, la totalidad se sostiene en la red.

No hemos dejado de buscar medios de tejer esta red. Nos aproximamos unos a otros para esos trasvases; levantamos espacios donde encontrarnos; inventamos transportes para vencer la distancia lo más rápido posible; artefactos, como el libro, para dar lugar a la palabra y transportarla; ingenios electrónicos… Pero nada hasta ahora ha producido tanto efecto como la red digital, la Red; porque la tecnología ha proporcionado un hilo para tejerla de tal capacidad que empequeñece todos los logros anteriores. Todo indica que estamos al comienzo de esta labor, pero las manifestaciones son ya perturbadoras por la contracción que consigue, hasta alcanzar un espacio sin distancias y sin demoras.

La Red tiene también otro desafío: si bien los hilos son ingenios tecnológicos en continuo desarrollo y aumento de capacidad (así que afectados de obsolescencia), los nudos son seres humanos, seres vivos que con el paso del tiempo envejecen y mueren. Por tanto, hay que regenerar continuamente la Red. La parte biológica de los nudos está resuelta por la evolución de miles de años: se reproducen a partir de pasar un paquete de información, el genoma, tan potente para reconstruir otro ser humano y con el suficiente ruido para generar en cada reproducción diversidad; de esa manera se consigue que la red no sea un laberinto, condenada a repetirse, sino una espiral evolutiva.

Pero hay todavía otro reto más en la regeneración de la Red, y es pasar de generación en generación otro paquete de información, que no es el genoma, sino que lo constituye la educación. Y ahí está la situación delicada en la que estamos: el paquete que componemos actualmente es muy tosco para las exigencias de esta red, de esta cultura digital que está sosteniendo. Así que en la educación no estamos a la altura de la Red que hemos construido, por lo que la disfunción crecerá de no reaccionar a tiempo. Cuerpo y genes; cultura y educación.

Antonio Rodríguez de las Heras es catedrático de la Universidad Carlos III de Madrid. 

La vida en digital es un escenario imaginado que sirva para la reflexión, no es una predicción. Por él se mueven los alefitas, seres protéticos, en conexión continua con el Aleph digital, pues la Red es una fenomenal contracción del espacio y del tiempo, como el Aleph borgiano, y no una malla.

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