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Una visita al museo de ‘paleotecnología’

Una familia de 'alefitas' recorre el museo del futuro donde se exponen los objetos que ahora nos parecen última tecnología

Getty Images

La pareja de alefitas visita con sus dos hijos pequeños el museo de paleotecnología. La semana pasada fueron al museo de paleontología, en el que los niños disfrutaron. Si en ese museo la pieza que más les gustó fue el velociraptor, hoy están encantados con el Apple II, a pesar de encontrarse rodeados de tantos artefactos, con tantas formas extrañas y desconocidas. No habían visto hasta ahora las partes que componen el aparato de aquella época lejana (leen que es de 1977): un espejo de cristal verde, unas filas de teclas con letras y unas cajas con unas ranuras.

La pantalla catódica, el teclado y las disqueteras no solo han desaparecido para sus ojos, sino también para sus oídos, pues nunca habían oído nombrar nada con esas palabras. Sin embargo, sus padres se esfuerzan en hacerles comprender que estos tres componentes procedían de otros artefactos separados que funcionaban cada uno por su cuenta. Y es que la evolución, la natural, pero también la artificial —y esta es la enseñanza que quieren transmitirles—, no deja de amasar lo que tiene en cada momento, no desperdicia nada.

En aquellos tiempos, los televisores eran voluminosas pantallas catódicas, y la televisión se había convertido en el fenómeno imprescindible de la cultura audiovisual. Las máquinas de escribir llenaban con el característico sonido de su tecleo los espacios sonoros de trabajo, desde una redacción a una oficina o la habitación del escritor. Los gramófonos llevaban ya tiempo haciéndonos ver que se podía grabar música en una superficie circular y luego reproducirla al pasar una aguja sobre los surcos.

Estos tres aparatos con vida e historia propias estaban en esa época también conectados a una caja que parecía encerrar las entrañas del artefacto. La asociación mostró desde el principio que tenía éxito evolutivo, pues cada vez se integraban más todas sus partes y mayor era la miniaturización (una buena señal de que la evolución va por buen camino). Y así, los discos no sólo fueron ganando en capacidad de registro, sino que reducían su volumen; hasta el punto de que su morfología cambió y se hicieron irreconocibles sus formas originales (hasta llamarlos lápices y tarjetas). La pantalla siguió un desarrollo semejante, aumentando su resolución y reduciendo su tamaño, para llegar a mostrarse como una fina y pequeña lámina, sensible como si fuera una película de agua. Y el teclado perdió sus teclas, para que funcionara no había que presionar, bastaba con señalar las letras e iconos flotando en la pantalla.

Toda esta fascinante evolución morfológica la recorrió la familia de alefitas a través de una secuencia muy pedagógica de expositores. Pero la historia de esta evolución no termina aquí. Así que los niños están ya a punto de entender de dónde viene lo que ellos tienen. Las teclas terminan diluyéndose. La compañía prácticamente invisible y constante de un asistente mantiene una comunicación oral y personal, para la que antes se necesitaban las manos sobre el teclado y los ojos fijos en una pantalla. El asistente entiende y se explica cada vez mejor. A estos niños les cuesta recrear un mundo pasado sin esta sonoridad tan cargada de información, sin las capacidades que ellos tienen de escuchar y de expresarse oralmente. Imaginar una relación con el entorno, su exploración, sin que fuera a través de la conversación. Niños, por tanto, muy sociables, no solo por conversar con las otras personas, sino también con el entorno.

Las cajas, del tamaño de cajas de zapatos, que tanto les llamó la atención en el Apple II, se han evaporado y se condensan en una nube de ceros y unos intangibles. Y lo que estaba confinado en la caja hermética se ha derramado y se ha filtrado en los objetos, ha empapado el entorno. (Los niños preguntaron por qué se llamó al principio «internet de las cosas»).

En la sala siguiente se recrea un lugar de tiempos pasados en donde el mundo digital estaba contenido en un aparato al que había que aproximarse, casi asomarse literalmente, para ver sus manifestaciones. Inimaginable para esos niños que se mueven por una realidad aumentada por la intercalación entre sus objetos de otros objetos y manifestaciones virtuales.

La educación de los niños alefitas se esfuerza para que el presente que viven, en una sociedad tan dinámica, no tenga una inconsistencia caleidoscópica, donde las cosas cambian, sin más, sino que lo consideren como el resultado de un fascinante amasamiento evolutivo en el que nada se tira, aunque desaparezca. El presente está continuamente amasado por la evolución, natural y artificial, porque los fósiles que se muestran en los museos no son más que las huellas de los pasos de esa evolución.

El museo de paleotecnología que acaban de visitar está concebido como una inmersión en un mundo anterior, de ahí que a la entrada los visitantes desconecten sus asistentes, y recorran unas salas con vitrinas, expositores, cartelas, folletos y hasta algunas pantallas interactivas.

La vida en digital es un escenario imaginado que sirva para la reflexión, no es una predicción. Por él se mueven los alefitas, seres protéticos, en conexión continua con el Aleph digital, pues la Red es una fenomenal contracción del espacio y del tiempo, como el Aleph borgiano, y no una malla.

Antonio Rodríguez de las Heras es catedrático en la Universidad Carlos III de Madrid.

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