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El hombre más viejo del mundo solo lo fue 11 días

Fallece un japonés de 112 años tras entrar en el libro Guiness de los récords. Su secreto era “no enfadarse y mantener siempre la sonrisa”, decía

Watanabe, al recibir la distinción de Guinness a su récord, junto a una caligrafía suya en japonés.
Watanabe, al recibir la distinción de Guinness a su récord, junto a una caligrafía suya en japonés.KYODO (REUTERS)

Con el puño cerrado en señal de resistencia y una amplia sonrisa, Chitetsu Watanabe posaba frente a las cámaras el pasado 12 de febrero. Lo hacía elegantemente vestido, enfundado en una americana gris, con una rosa japonesa amarilla en la solapa y el certificado que acreditaba su proeza en el regazo: llevar vivo nada menos que 112 años y 344 días, convirtiéndose en el hombre más anciano del mundo y entrando así en el libro Guinness de los récords.

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Días más tarde, Watanabe comenzó a encontrarse enfermo, con fiebre y problemas para respirar. El pasado 23 de febrero, fallecía en la residencia para ancianos de la ciudad de Joetsu, en la costa occidental de Japón, donde había recibido a la comitiva Guinness y a los medios de comunicación hacía algo más de una semana. El secreto de la longevidad, había asegurado, es “no enfadarse y mantener siempre una sonrisa en la cara”.

Una receta que para Watanabe no requería de grandes esfuerzos. “He vivido con él durante más de 50 años, y nunca le he visto levantar la voz o perder la calma”, atestigua su nuera, Yoko Watanabe. “Era una persona con un humor y una curiosidad maravillosos. Tuvo una buena vida, siempre con una sonrisa y entusiasmo; era un ejemplo a seguir”, decía a la prensa.

Nacido el 5 de marzo de 1907 en el seno de una familia de granjeros de Niigata, a unos cien kilómetros de su residencia en Joetsu, el hombre deja atrás cinco hijos, veinte nietos, dieciséis bisnietos y un tataranieto. Aparte de afrontar con humor las vicisitudes de la vida, también le ayudó mantenerse activo hasta casi el final: solo el pasado verano, ya con muchas dificultades para moverse, dejó de realizar su rehabilitación diaria y sus tareas de origami, caligrafía y ejercicios matemáticos.

Siendo el primero de ocho hermanos, el hombre aprendió desde pequeño a valorar el revuelo y la acción, y también a evadirse entregándose a sus pasiones. Watanabe se dedicó con ahínco al cultivo de bonsáis, que llevó a exhibiciones locales durante años. En su jardín de Niigata plantó además patatas, tomates y fresas hasta que cumplió los 104. La agricultura no solo era su afición, sino también su línea de trabajo: se formó en esta disciplina en Japón y después trabajó en una refinería de azúcar en Taiwán, adonde se trasladó a los 20 años.

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Una época en la que dio rienda suelta a su paladar dulce, chiflándole especialmente el azúcar moreno, y después los flanes y el pudin cuando su dentadura se empezó a debilitar. Durante los 18 años que vivió en Taiwán se consolidó su sueño de formar una gran familia, como habían hecho sus padres. Chitetsu se casó allí con su esposa, Mitsue, y en esa isla nacieron cuatro de sus cinco hijos.

Su vida apacible junto a Mitsue quedó alterada por la II Guerra Mundial, y Watanabe sirvió en el Ejército hacia el final de la contienda en el Pacífico. Cuando acabó el conflicto en 1945, regresó a su Niigata natal junto a su familia. Esos fueron, asegura su nuera, unos de los momentos más difíciles para ellos. Japón vivía tiempos aciagos tras su rendición, con los primeros años de posguerra dedicados a reconstruir la capacidad industrial perdida, y las oportunidades laborales escaseaban. "Chitetsu y Tetsuo (su primer hijo) me contaban que encontrar comida era una lucha. Tener que vivir en esas circunstancias cuando tienes cuatro hijos debe ser tremendamente duro”, afirma su nuera.

Watanabe encontró finalmente empleo en el departamento de agricultura de la prefectura de Niigata, donde trabajó hasta su jubilación; la oficial, pues a partir de entonces el ya anciano construyó con su hijo Tetsuo una nueva casa para la familia con jardín. En ella, recibiendo a su fecunda tribu, fue feliz. “Creo que, por haberse criado con mucha gente bajo el mismo techo, tener a sus nietos y bisnietos le ayudaba a mantener la sonrisa”, afirma Yoko.

La sonrisa con la que le recuerdan sus familiares, y la que le ayudó a batir récords de longevidad, quedándose a diez años de la persona que más años ha vivido jamás: la francesa Jeanne Calment (1875-1997), que llegó a los 122. También en Japón, el segundo país con más esperanza de vida del mundo tras Mónaco, se encuentra la que es considerada la persona viva más anciana del mundo, la nipona Kane Tanaka. La mujer, que el pasado 2 de enero cumplió 117 años, reside en el suroeste del archipiélago.

La longevidad japonesa, hogar de más de 71.000 centenarios, es en ocasiones atribuida a elementos como su saludable tradición culinaria y el apoyo familiar a los ancianos. Este hombre añadió su fórmula infalible: sonreír y, sobre todo, no amargarse por los sinsabores de la vida.

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