Martirio y redención de Abdel
La investigación reconstruye el laberinto emocional de un yihadista gay de 29 años abatido tras intentar matar a una policía autonómica catalana
Abdel Taib mira un capítulo de Omar en YouTube cuando su esposa, Luciana Morales, llega a casa después del trabajo. Ella prepara la cena, pero Abdel ni la prueba. Se queda sentado con su chilaba y su kufi. Últimamente le ha dado por vestir así, también en casa. Termina la serie, que narra las peripecias del segundo califa tras la muerte de Mahoma, y pide el teléfono móvil a Luciana. Habla una hora con su madre y su hermana, que viven en Argelia. Luego se instala en el sofá.
Hace mes y medio que Abdel y Luciana duermen separados. Ella intuía la infidelidad. Pero no imaginaba que su marido, al que había conocido en Facebook cinco años antes, mantenía relaciones con otros hombres. Se lo contó allí, en el sofá del piso de Cornellà (Barcelona) donde ahora reposa, arrepentido y consciente del doble pecado (por adúltero y homosexual) cometido a ojos de Alá. Luciana contará más tarde a los Mossos que esa confesión —y los remordimientos que la acompañaron— transformó a Abdel.
Es medianoche. Luciana observa a Abdel, que lee el Corán y reza. Luego se queda dormida. Despierta con ganas de ir al baño. Son las 5.22 —lo ve en la tableta— del lunes 20 de agosto de 2018. Su marido se cambia de ropa: deja la chilaba en casa y se enfunda una camiseta corta de estilo militar, un pantalón negro que deja los tobillos al descubierto y bambas.
En realidad, Abdel es su exmarido: hace una semana firmaron los papeles del divorcio; él se ha comprometido a abandonar la casa cuanto antes. Se casaron en España, pero también por el rito islámico en Menaceur (Argelia), donde Luciana recibió su nombre musulmán: Amina. “¿A dónde vas?”, pregunta la mujer. “A la mezquita, a rezar”, responde él.
Pero Abdel no se dirige a Al Tauba, de la que se ha vuelto tan asiduo como en su día lo fue del gimnasio McFit. A paso tranquilo, cubre los dos minutos a pie que separan el piso de la comisaría de los Mossos. Pide que le abran la puerta para una “consulta”. La ventanilla donde atiende la mossa 10786 está abierta. “Yo es que...”, farfulla antes de sacar del chándal un cuchillo de 22 centímetros de hoja y abalanzarse sobre ella. Grita “¡Allah!” y otras expresiones que la agente no sabrá descifrar. La mujer esquiva la puñalada, que iba directa al cuello, impulsándose hacia atrás con la silla. Pero Abdel la persigue a la carrera por el pasillo. La agente pide auxilio al sargento, que grita “¡quieto, quieto!” a Abdel mientras él empuña el cuchillo con el brazo en alto. La mossa reacciona. Le dispara cuatro veces. Tres balas aciertan. La primera, en el muslo derecho. La segunda, en el hombro derecho. La tercera, mortal, en el cráneo.
El jefe de la comisaría llama a la central: “Prioridad, tenemos un tío en el suelo con un tiro en la cabeza, tema terrorismo, vaya marronaco”. Abdel, 29 años, yace muerto. Los Mossos inician en ese instante una investigación que, a las órdenes de la Audiencia Nacional, les llevará a reconstruir la vida de Abdel y a concluir que quiso “provocar la muerte de policías” para lograr “la redención por martirio”. Dirán los agentes que atravesaba una “crisis personal y religiosa” que nadie vio, y que solo Luciana supo intuir.
Los whatsapps del móvil de Luciana y sus declaraciones ante la policía ilustran su metamorfosis. Cuando llega a España, en 2016, es un joven atractivo, de mirada risueña y labios carnosos, apasionado por el fútbol, el fitness y la música. Habla cuatro idiomas (árabe, amazigh, francés e inglés; pronto incorporará el español) y trabaja en lo que puede: mudanzas, chapuzas, montajes en la Fira de Barcelona. Pero Luciana comprueba que no es el marido perfecto: su tiempo libre lo dedica a los videojuegos, al gimnasio y, sobre todo, a sus amigos. Los reproches al teléfono son mutuos: él se muestra “controlador” y dominante; ella siente celos.
Abdel ahonda en su vida paralela, de soltero. Cada noche pasa a buscarle, en coche, su amigo Lhoussaine A. Toman café, van al gimnasio, juegan a fútbol en un campo de cemento... También se citan con otros chicos magrebíes en el parque de la Fontsanta, donde hablan de “problemas políticos” y fuman porros. Un día, Abdel regresa de la playa “enfadado” porque “le han hecho unas fotografías”, dirá Luciana. No sabe quiénes son esos chicos porque Abdel se lo oculta. Su amargura es evidente. “Amo a mi marido. Pero parece que no es recíproco. Tus amigos son más importantes para ti. ¿Cómo voy a sentirme si mi marido prefiere estar fuera y ni me toca?”, le reprocha.
El Ramadán de 2018 llega a su fin. Abdel y sus amigos quedan en la pineda de Gavà, junto a la playa, para romper el ayuno. Rezan, comen, bailan, bromean. Crean un grupo de WhatsApp para seguir “en contacto”. Pero a los pocos días, cuando alguien comparte un vídeo porno, Abdel lo abandona, explicará Mohamed M. Algo ha cambiado. Deja de fumar. Se sincera, a medias, con su amigo Lhoussaine. “Me dijo que estaba mal. Quería ir a su país, echaba de menos a su familia. Pero no podía porque estaba casado”.
Abdel se muestra arrepentido ante su esposa, pero aún no confiesa. “Quiero hacer roqyya [una cura espiritual], ayúdame”. Abre un nuevo perfil en Facebook: ahora es Salah y sigue páginas sobre el perdón divino. Pide a su mujer que deje de trabajar como camarera porque Alá no lo aprueba y quiere que le diga cuándo entra y sale de casa. Luciana le afea ese cambio radical (“estás demasiado raro, has pasado de un extremo a otro”) y le recuerda que “los extremos no son buenos”. Él replica: “Soy esclavo de Alá”.
El secreto pesa en su conciencia. El 10 de julio, Abdel llega a casa del almacén de Seur en El Prat, donde trabaja. Le dice que se ha acostado con otros hombres. Que se plantea suicidarse. Horas después, Luciana le escribe. “Te perdono, pero no podré darte lo que necesitas. Hablo de hacer el amor. Me traicionaste”. Él quiere seguir con la relación. Se propone cambiar y le pide tener “fe en Allah”.
Abdel cambia su vida. Mucho en muy pocas semanas. Empieza a ir “dos o tres veces al día” a la mezquita. Se rapa la cabeza. Se deja una barba espesa. Un día, en el autobús, lanza “comentarios despectivos” a una chica por llevar minifalda, dice un compañero de Seur. En casa, borra la cruz del escudo del Barça dibujada en una taza pensando que es un símbolo cristiano. Luciana se lo recrimina por WhatsApp. “Forma parte de la bandera de mi ciudad, tiene que ver con el Consell de Cent, no con la religión. Haces cosas que no son normales”.
El 17 de agosto de 2018 es el primer aniversario de los atentados de Barcelona. Abdel había acudido a las manifestaciones contra el terrorismo, dirá su cuñada a la policía. Las imágenes que esos días reproducen los medios informativos “pudieron influir en la decisión” de Abdel. Llega la firma del divorcio. Pronto tendrá que abandonar el piso. Volver a Argelia con el lastre de sus pecados no es una opción. Su madre, que está al corriente de todo, le ha advertido de que ser gay allí está “penado con la muerte”. Abdel escribe, en árabe, una nota de súplica (istikhara) que los agentes encontrarán en el piso de Cornellà: “Oh Alá, te pido que escojas lo mejor para mí”. A la vez, se inscribe en un curso de formación para conducir carretillas elevadoras.
Luciana le ha dado un tiempo prudencial para que abandone la casa. El domingo 19 de agosto, mientras la mujer está trabajando en el restaurante japonés, discuten por teléfono. Abdel le responde: “No te preocupes que me voy a ir, inchallah, el gran sitio está arriba”.
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