Los chalecos amarillos, entre la protesta violenta y la contundencia policial
Casi un año de manifestaciones en Francia han dejado 2.448 manifestantes y más de 1.700 agentes heridos
El 17 de noviembre de 2018 salieron a la calle por primera vez. La deriva llegó en seguida. Escaparates rotos, barricadas en llamas, automóviles incendiados, agresiones a los agentes de la policía y la gendarmería: los titulares e imágenes de “París en llamas” dieron la vuelta al mundo. Y el reverso: una respuesta de las fuerzas del orden—titubeante a veces, contundente otras— que ha abierto en Francia una discusión sobre la proporcionalidad y la eficacia de los métodos policiales.
Después de casi un año de protestas semanales, el balance es notable. Según las cifras más recientes, 474 gendarmes y 1.268 policías había resultado heridos. Entre los chalecos amarillos, el número de heridos se eleva a 2.448. La Inspección General de la Policía Nacional (IGPN) —la llamada policía de los policías, que investiga las denuncias por infracciones de los agentes— ha abierto 313 investigaciones internas.
Más cifras, recopiladas en el diario de izquierdas Mediapart por el periodista David Dufresne, que mantiene el registro detallado de los heridos. En ese periodo, los agentes usaron 19.071 balas con lanzadoras de balas de defensa (LBD) y 1.428 granadas lacrimógenas, armamento cuyo uso ha sido objeto de críticas por parte de activistas y expertos. “Se han lanzado más balas de caucho que nunca en la historia de Francia, con un nivel de uso desconocido en el resto de Europa”, decía en agosto Sebastian Roché, autor del libro ‘La policía en democracia’.
Un balance del Ministerio de Justicia del pasado abril indicaba que se había realizado 10.718 detenciones. Estas desembocó en 2.000 condenas, el 40% de las cuales eran de prisión firme. El 16 de septiembre, el medio online ‘Street Press’ publicó un nuevo balance, citando fuentes oficiales: el número de condenas se ha elevado a 3.000, un tercio de ellas a prisión firme. De estas personas, 440 han pasado efectivamente por la cárcel.
Dufresne detalla que 24 personas que perdieron un ojo y cinco, una mano. Once personas han muerto en relación con las protestas, aunque sólo una como resultado directo, y de manera fortuita: Zideb Redouane, una mujer de 80 años que murió en diciembre al caer una granada lacrimógena en un apartamento de Marsella durante una manifestación. El resto murieron en atropellos en las carreteras bloqueadas o en otras circunstancias accidentales.
La actuación policial ha recibido críticas en un informe de la comisaria de derechos humanos del Consejo de Europa, Dunja Mijatovic, y en numerosos comunicados de organizaciones como Amnistía Internacional. En marzo, la alta comisionada de la ONU por los derechos humanos, Michelle Bachelet, citó en un discurso a Francia junto a Sudán, Zimbabue y Haití como país donde la autoridades había reprimido protestas contra las desigualdades. “Insto a una investigación de todos los casos denunciados de uso excesivo de la fuerza”, dijo Bachelet al Gobierno francés.
La llamada violencia policial existió, pero los policías y gendarmes también fueron víctimas de actos de violencia, como el caso del gendarme golpeado por un exboxeador, convertido en un héroe para algunos ‘chalecos amarillos’. Una de las quejas en una reciente manifestación de policías en París era la sobrecarga de trabajo y el estrés que la crisis de los `chalecos amarillo’ causó. 52 agentes se han suicidado este año. En todo 2018 se suicidaron 35.
La dureza con los chalecos amarillos se explica en parte por la violencia del movimiento, llamativa incluso en un país acostumbrado a las enfrentamientos en las protestas sociales. El hecho de que las manifestaciones no estuvieran autorizadas, carecieran de itinerario y no hubiera ni servicio del orden ni interlocutores para las autoridades facilitaba el descontrol. En un país donde la tradición revolucionaria está arraigada, esta violencia —escenificada en los barrios ricos de la capital y dirigida en ocasiones a los símbolos del poder político e instituciones del Estado— disfrutaba incluso de un aura romántica, una cierta comprensión en algunos sectores.
La presencia de ‘casseurs’ —alborotadores profesionales— o de encapuchados del ‘black block’ alimentó un debate bizantino sobre si los violentos era chalecos amarillos o grupos externos. Sobre el terreno, la violencia parecía orgánica y todos —algunos, más entrenados; otros, los espontáneos— participaban del tsunami y pocos se desmarcaban. Hubo sábados en los que París amaneció tomada por las fuerzas de orden. A finales de marzo, el Gobierno llegó a movilizar a los militares ya desplegados en las calles de Francia por tareas antiterroristas para proteger los edificios públicos y monumentos y liberar a policías y gendarmes para tareas de orden público.
Un dato esencial en el fenómeno de los ‘chalecos amarillos’ es su modesta capacidad de convocatoria: 280.000 personas en todo Francia en una de las primeras convocatorias. Ahora son unos miles. Y, sin embargo, tras los primeros sábados de violencia consiguieron que el presidente, Emmanuel Macron, diese marcha atrás en su plan para subir la tasa al carburante. En los meses siguientes, desembolsó 17.000 millones de euros en medias para paliar las dificultades económicas y sociales de las clases medias empobrecidas en la provincia francesa, núcleo de la 'revuelta amarilla'.
Hoy son muy pocos ya y su influencia se desvanece. Pero siguen ahí. Este sábado, los chalecos amarillos se han manifestado por 49º fin de semana consecutivo.
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