La determinación del poder
Pedro Sánchez decidió en 2012 que reanudaba su vida política para aspirar a lo más alto
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Al joven economista Pedro Sánchez, madrileño del barrio de Tetuán, militante del PSOE desde 1993, le cambió la vida una llamada telefónica de la dirección federal socialista a mitad en 2012. Estaba resignado a dejar la política, trataba de encauzar una vida profesional como consultor y tenía un pie en la enseñanza universitaria.
No había tenido suerte. Se había esforzado mucho en política, pero no entró en el Congreso de los Diputados en las elecciones de 2011 y el entonces secretario general del PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba, no le incluyó en su ejecutiva en febrero de 2012. Él sabe lo que es ser excluido. Lo ha practicado con la misma frialdad que lo ha sufrido. No hay nada personal. Son las reglas del juego y entiende que las afinidades políticas no pueden mezclarse con los sentimientos ni con la amistad. Esa es su norma hasta hoy mismo, después de haber pasado por lo que él considera traiciones, golpes bajos y decisiones de altísimo riesgo. En esa llamada le ofrecían ir al Congreso en sustitución de Cristina Narbona. Aceptó y en su fuero interno se dijo que a partir de ese momento aspiraba a todo.
En menos de dos años, en julio de 2014, fue elegido secretario general del PSOE al vencer a Eduardo Madina y José Antonio Pérez Tapias. Ahí empezó el primer Pedro Sánchez, que dimitió el 1 de octubre de 2016 y dejó el escaño 28 días después. Parecía su fin, pero no. Volvió a presentarse para liderar el partido y ganó a Susana Díaz nueve meses después de haber sido desalojado de Ferraz. Ese es el segundo Pedro Sánchez, el que vio colmadas sus aspiraciones al llegar a la presidencia del Gobierno, en junio de 2018.
Todo ha sido excepcional en su trayectoria. Le venció el aparato del partido, pero se rearmó poniéndose al frente de una militancia que tenía cuitas acumuladas con sus líderes locales, regionales y territoriales. Eso le favoreció. Pero él se presentó en combate contra las élites del partido y las del país. Aunque su trayectoria anterior lo situaba en el ala moderada de la socialdemocracia —en la que está ahora— se fue aparentemente a la izquierda. Poco duró. Poco duró la “nación de naciones” que proclamó al presentarse a las primarias.
Para sus detractores internos, su comportamiento es oportunista y carente de convicciones. Otros testimonios más favorables hablan de que busca siempre lo que cree que es más conveniente, aunque ello le lleve a dar giros y marchas atrás. Se enfrentó con los referentes de su partido, con Felipe González a la cabeza. En su descargo, sus afines señalan que no hay precedentes de un hostigamiento tan brutal como el que ha sufrido. No lo ha olvidado.
Una vez conseguido el poder, no ha contado con quienes no estuvieron a su lado. Y también ha habido decepciones entre quienes sí le apoyaron, pero no se han visto recompensados, al menos, no como esperaban. De nuevo, la explicación de que la política no es un lugar para hacer amigos. Y bien lo saben los que han quedado fuera de las listas nacionales y europeas a pesar de historiales notables.
De fortalezas y flaquezas sabe, porque las ha experimentado en carne propia. En 2016 decidió ir a por a todas, pero esa determinación se tambaleó al ser derrotado en su partido y dejar el escaño. En esos días pensó en reorientar su vida fuera de España, entre alguna otra opción profesional. No atendió a quienes le dijeron que no dejara el escaño porque fuera del Congreso desaparecería de la vida pública. No escuchó. No podía seguir en el escaño porque se sentía incapaz de votar en contra de la resolución del comité federal de su partido que ordenó la abstención para que Mariano Rajoy gobernara. Ni desobedecer a su partido ni votar al candidato del PP. Solo le quedaba irse. También es suya la decisión de convocar las elecciones ahora y no en otoño, como hubieran querido algunos de sus colaboradores. Ahora era el momento, le dijo su instinto. Y acertó.
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