La debacle póstuma de Rajoy
La pinza de Vox y Cs, el voto extraviado más el castigo al marianismo destrozan al PP
Consulte aquí todos los resultados de las elecciones generales.
“¿Dimitiría usted si el PP encaja un muy mal resultado?”. La pregunta pudimos hacérsela a Pablo Casado dos semanas antes de las elecciones. “¿Irme? No. Yo acabo de llegar”. La respuesta ya alojaba una reacción preventiva a la debacle del 28-A . Y sobrentendía que el nuevo líder del PP no se responsabilizaba del castigo “póstumo” a Mariano Rajoy. Sería su antecesor —y no él— el verdadero destinatario de la pujanza de Vox. Y sería Casado la víctima interpuesta del ajuste de cuentas al difunto marianismo.
El eslogan de la “derechita cobarde” no estaba diseñado para destruir al joven presidente del PP en sus primeras armas, sino para cuestionar la negligencia de Rajoy en la crisis de Cataluña. Es una lectura plausible, pero también se antoja demasiado posibilista y oportunista. Podrá decir Casado que no hay manera de regenerar un partido en nueve meses. Y que no es culpa suya la irrupción modesta de una ultraderecha decepcionada con el sistema.
El problema es que Casado ocupa la única ventanilla en la que deben exigirse reclamaciones. Y que no puede sustraerse a la estrategia de su campaña electoral. Ni por la desmesura de la agresividad hacia Pedro Sánchez —“pacta con quienes tienen las manos manchadas de sangre”— ni por el desconcierto de su rivalidad con Vox. Empezó pidiendo a Abascal que se retirara de las circunscripciones donde Vox no tenía opciones. Y terminó abriendo las puertas a un Gobierno de coalición, insistiendo en que no tenía sentido que los bomberos se pisaran la manguera.
Quiere decirse que Casado, arropado por la arrogancia de Aznar en la superstición de los viejos tiempos, emprendió un camino desesperado de mimetismo. Y quiso identificarse con la desmesura de Vox en el discurso de la patria, la inmigración, la seguridad y hasta el modelo autonómico, reclamando mayores atribuciones al Estado central.
Su objetivo consistía en redimirse con la fórmula andaluza de la “derrota ganadora”. Moreno Bonilla había logrado acceder a la presidencia de la Junta desde un resultado precario. Y había conseguido “echar” al PSOE gracias al apoyo explícito de Ciudadanos y al acuerdo de investidura de Vox. Las tres derechas sumaron en Andalucía. Y le sirvió de argamasa la emergencia de acabar con casi cuatro décadas de Gobiernos socialistas.
No se ha reproducido el caso andaluz en el escenario nacional, pero los comicios de diciembre pusieron en pista de despegue a la ultraderecha de Vox. Una homologación institucional que ha predispuesto al contradictorio éxito de Abascal a expensas de los populares y que ha dividido la derecha sin ninguna posibilidad de convertirse en alternativa de Gobierno.
El fracaso de Pablo Casado —el PP ha perdido la mitad de los diputados, ha desaparecido de Euskadi, agoniza en Cataluña— no solo cuestiona su liderazgo y complace los sueños húmedos de sus adversarios domésticos —Soraya Sáenz de Santamaría, Cospedal, los marianistas, los colegas represaliados en las listas—, también alienta el eterno retorno de Núñez Feijóo y parodia en cierto sentido el escarmiento al que hubo de exponerse Pedro Sánchez cuando tuvo que sobreponerse a la novedad del PSOE en la izquierda de la izquierda.
Casado tiene que reconstruir un partido en situación de derribo. Numéricamente es el líder de la oposición, pero se trata de un papel expuesto a la pujanza de Ciudadanos, a la altisonancia parlamentaria de Vox y a la contestación de sus propios compañeros, incluidos los que le reprochan haber consumado un ardid electoral equivocado por haberse empeñado en imitar el radicalismo de Abascal, en las formas, el fondo y los contenidos.
¿Tenía otra alternativa? ¿Hubiera proporcionado al PP mejor resultado eludir las sirenas de Santiago Abascal, centrar el partido, asumir la continuidad del marianismo? El fracaso del 28-A sugiere una respuesta afirmativa, pero cabe preguntarse si una campaña centrada hubiera sido todavía aún peor. De hecho, el PP tanto ha sufrido la presión de la ultraderecha como la “intimidación” de Ciudadanos en el ala moderada. Fue el objetivo de Rivera en la recta final de la campaña. Y no solo por el acto hostil que supuso el fichaje de Ángel Garrido, sino porque los debates televisados expusieron la voluntad del líder naranja por abjurar de la bisagra y convertirse en el líder de referencia de la derecha.
La pinza ha asfixiado a Casado. La foto de Colón se ha empapado de lágrimas. Y el 28-A, muy lejos de llevarlo a La Moncloa, remarca el prosaico origen de su travesía del desierto aunque el presidente del PP siempre puede apelar al premio de consolación o a la pedrea: su derrota es la herencia recibida de Rajoy.
Es un consuelo insatisfactorio. La sonrisa de Casado se ha quedado en la mueca de la incredulidad. Un resultado tan desastroso aconsejaría, urgiría la dimisión. Y es verdad que el líder popular no debería abandonar la nave ni la tripulación cuando sobrevienen en unas semanas las elecciones autonómicas y municipales, pero sí pueden ser éstas últimas el camino hacia la sepultura.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.