Nacido del enojo y la esperanza…
Poner al enojo como materia más visible del análisis sirve para llenar plazas, pero no funciona como lenitivo para los males de la sociedad
En medio de la guerra del 14 el más esclarecido de los pensadores españoles de la época, José Ortega y Gasset, escribió para presentar una revista crucial: “Nacido del enojo y la esperanza, pareja española, sale al mundo este semanario España”.
Para cumplir la responsabilidad de explicarse, añadió el autor de La rebelión de las masas: “Y esta experiencia de que existe una vasta comunidad de gentes gravemente enojadas —toda una España nueva que siente encono contra otra España fermentada, podrida— ha hecho surgir en nosotros la esperanza”.
Es tan malo extrapolar los tiempos y las palabras como hacerle decir a los ancestros muertos lo que nos viene bien para subrayar nuestras propias convicciones. Pero la cita de Ortega y su concepto del enojo y la esperanza sirve para subrayar alguna circunstancia de este momento que se vive en la España que sigue viendo doble.
La del domingo fue la manifestación del enojo, seguramente del enojo exagerado, alimentado por sustantivos justicieros inadecuados en la expresión moderna y democrática. Para salir del enojo, reclamaron los convocantes, hay que convocar elecciones inmediatas. Es su esperanza, o su exigencia. Hágase. Pero, ¿solo las elecciones limpiarán la España podrida que para ellos significa el Gobierno de Pedro Sánchez?
Cataluña es la raíz de la actual penuria. No fue protagonista en la manifestación de Colón sino en lo que significa como síntoma de la ansiedad independentista. Pero Cataluña no es tan solo eso, es una cultura y una sociedad que sufre, como el resto de España, el problema que han suscitado los que han querido violar la Constitución. No se puede imaginar que los gobernantes, ni los anteriores, entre los cuales estuvo Mariano Rajoy, ni los actuales, trabajaran a favor de enquistar el problema, de traicionar al país y a sus instituciones.
Poner al enojo como materia más visible del análisis, e incluso de las reivindicaciones, sirve para llenar plazas. Pero no funciona como lenitivo para los males de la sociedad. Tras las palabras vienen los hechos, y de las palabras del domingo en Colón, algunas de dudosa relación con la realidad, no se deduce ningún camino, ni actual ni futuro, de comprensión o de afecto.
Ortega hablaba de la España nueva y de la España podrida. Hoy esas dicotomías no están en juego, o no deberían estarlo; pero existe la tentación de poner en marcha ese grave enfrentamiento entre legitimidades. Ni en el lenguaje ni en la actitud pueden lanzar los convocantes la idea de que sus adversarios, que según ellos creen en el diálogo con “los enemigos de España”, quieren llevar este país al pudridero y al abismo. Que haya elecciones, pero que se limite el daño de culpar.
Nadie tiene la verdad. El diálogo y el consenso son las señas de la Transición. Perder esas señas es romper por dentro un logro moral de este país: la democracia, el respeto al otro, a aquel que no participa de nuestro razonamiento. Perder el afecto por el compatriota diferente. La patria es un patrimonio común, nadie tiene el derecho de declararse su único estandarte.
Está bien el enojo, y está bien expresarlo; pero si dentro de ese enorme No, como dice otro filósofo, Emilio Lledó, no se incrusta un pequeño Sí le habremos hecho un flaco favor a la ruta de sosiego que hay que seguir para hacer de España un país en que el encono no le gane la partida a la esperanza.
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