Visita a un pueblo fantasma
La despoblación del interior de la provincia de Granada deja en riesgo de extinción al 33% de los municipios
Ese pueblo tan bonito que se ve al fondo es un pueblo fantasma. A medida que uno se acerca, va desapareciendo. A 300 metros se contemplan los tejados y la torre de la iglesia en un alto del valle de Lecrín (Granada) como en una estampa alpina. En cuanto se cruza la carretera y se sube una empinada cuesta de tierra, las paredes de las casas se empiezan a desconchar, los tejados a derrumbarse, y al llegar no hay nada.
Donde hubo un pueblo hay una ruina, algo que en su día se llamó Tablate, que llegó a tener 2.000 vecinos en su mejor momento, Ayuntamiento propio, cinco molinos, bares y una biblioteca. Hoy el paisaje consiste en viviendas saqueadas de techos desplomados, puertas arrancadas, cuerdas sosteniendo vigas de madera a la vista y boquetes. El único recibimiento del pueblo al visitante es una cocina colocada en medio del camino.
El pasado jueves caía la lluvia en medio de calles fantasmales devoradas por la mala hierba. De repente detrás de un árbol se movió algo, y apareció, provocando un susto de muerte, un hombre de unos 55 años, moreno de piel, gafas y gorra. Pudo haber aparcado el coche para subir al pueblo y mear en algún muro; podía estar también rebuscando entre ruinas algo de valor que sobreviva en esta tierra expoliada.
—Justo Espino —dice estirando la mano.
El periodista no se la da hasta aclarar las circunstancias del encuentro. En su lugar, le aprieta el brazo en señal no verbal de correspondencia de cariño para que no perciba desafío o indicios de violencia. “¿Vive aquí usted?”. “Yo cómo voy a vivir aquí, si no hay una casa en pie”. Espino cuenta que vive en Órgiva, en las laderas de la Alpujarra, al lado de la mayor comuna jipi de España; un lugar en el que se concentran casi 300 personas de más de sesenta nacionalidades distintas. Él no es jipi, aclara. Es de Granada y vive varios meses al año en Marruecos, donde tiene un hijo.
LAS DIFERENCIAS ENTRE LAS PROVINCIAS ANDALUZAS
—¿Estaba llevándose cosas del pueblo?
—No, pero antes sí lo hacía. Hay muchos pueblos abandonados por aquí, y conozco a mucha gente que se dedica a ir por ahí, entrar y llevarse lo que puede. Yo me llevaba vasijas, algunos elementos de piedras, cosas de valor. Iba al anticuario con eso y me sacaba un dinero.
Espino se despide de Tablate. “Buen pueblo. Siempre lo veía al pasar, pero nunca había parado”. ¿Por qué lo hizo? “Pues mira, me apetecía fumarme un canutillo”, dice enseñando el porro de las diez de la mañana, día nublado de noviembre en la Granada despoblada.
Aquí el 33% de municipios tiene menos de mil habitantes y, por tanto, está en riesgo de extinción, según los datos del último estudio sobre despoblación de la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP), 30 núcleos que pelean por sobrevivir en un mundo antiguo en el que la gente no nace, solo muere, y del que se han ido cerrando primero los comercios y las tiendas de alimentación, luego la consulta del médico y la escuela. En algunos pueblos de la Alpujarra lo único que da vida es el cementerio. Hace unos meses, Red Eléctrica y la Junta anunciaron Lecrinnova, un programa económico destinado a los pueblos del valle Lecrín para revitalizarlos. “Queremos favorecer el empleo y la actividad emprendedora en la zona a través de las nuevas tecnologías y de la agroindustria o el turismo”, explica la administración autonómica. Desde Red Elétrica se quiere, dicen, “que el valle de Lecrín sea atractivo para la población y para potenciales nuevos residentes. Hay una ubicación privilegiada, muchos recursos naturales y capacidad para generar productos agrícolas de calidad”.
Faustino Calderón es un cazador de pueblos fantasma. Desde 1989 dedica su tiempo libre a viajar por España encontrando, fotografiando y escribiendo de pueblos abandonados en un blog, Los Pueblos Deshabitados (“no todos los pueblos deshabitados son pueblos abandonados”, matiza), que ha reunido a su alrededor a miles de lectores, muchos de ellos pertenecientes a la España vacía que describió en su ensayo el escritor Sergio del Molino. Su madre tenía un pueblo en Ávila, La Hija de Dios, donde veía cómo se empezaban a cerrar las casas y cómo las familias iban abandonando el pueblo. Un día encontró un artículo en El País Semanal sobre un poblado desaparecido en la provincia de Guadalajara, Villacabras, y se fue allí movido por la fascinación y la curiosidad. Desde entonces ha visitado más de mil pueblos muertos.
—¿Qué siente?
—Tristeza y belleza. Se escucha el silencio. Alguna vez voy con mi mujer o con algún amigo, pero generalmente prefiero ir solo. Sin GPS, con un mapa del Ejército y obligado a preguntarle a la poca gente que veo, que da siempre mucha conversación. Prefiero que el pueblo no esté cerca de la carretera. Entonces paseo y en algún momento me quedo quieto, y puedo volver a ver a los niños saliendo de la escuela, a los pastores volviendo con el ganado, a los vecinos saliendo de misa de la iglesia, a unos pocos en las puertas de su casa, en el banco de piedra. Puedo volverlo a ver todo y a escucharlo otra vez, cómo era aquello hace 50 años, hace 100, e imaginar el pueblo reconstruido.
Luego va a un pueblo vecino, y allí pregunta quiénes habían vivido allí, a qué se dedicaban, quiénes fueron los últimos en vivir.
-La última persona que resiste en un pueblo tiene una responsabilidad grandísima. Es el que cierra la puerta y pone fecha exacta a la muerte de su pueblo. Tan importante en la historia del lugar como la primera que vivió allí.
¿Cómo es la agonía de un pueblo que muere? Faustino Calderón lo relató en su blog utilizando, entre otros, los testimonios de Mariano Valderrama y María Cano, última habitante de un lugar que enterró a su último vecino hace 44 años. Por eso sabemos que el cura venía desde Béznar, un pueblo cercano, a dar misa los domingos. Que el médico vivía en Lanjarón, otro pueblo, y solo iba a Tablate “en caso de extrema necesidad” y que nunca hubo escuela en Tablate, por lo que los niños iban a Béznar (media hora si lo hacían andando) o Lanjarón (una hora).
Como recuerda Faustino Calderón y puede verse aún allí, una de las casas destacaba sobre el resto: la Casa Grande, de los Damas Hernández, que poseían esa y muchas casas del pueblo en las que los vecinos vivían a cambio de la mitad de las cosechas. Según le dijo a Calderón, ella se fue con su marido José Bueno y sus dos hijas de Tablate a finales de los noventa. La defunción del pueblo. “Estábamos a gusto y no nos hubiéramos ido nunca”, dijo. Pero la familia Damas entró en crisis, se deshizo de las casas, que pasaron a los bancos y luego a otro propietario. “Estuvimos más de un año sin cobrar, y aunque mi marido echó unas cabras para salir adelante, nos tuvimos que ir al cambiar de dueño".
Entonces empezó oficialmente la profanación del cadáver. Ocurre casi siempre en todos los núcleos rurales que se van quedando solos. Saqueo, expolio y demolición de todo lo que un día fue ese pueblo tan bonito que se ve al fondo, antes de ser fantasma.
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