La España vacía alza la voz
En torno a diez millones de personas se sienten ciudadanos de segunda y reprochan al Estado su incomparecencia
Hay una España que no viaja en AVE. Una España sin niños ni cines ni teatros. Una España sin equipos de fútbol en Primera División y sin banda ancha para ver series norteamericanas. Una España de la que el resto del país solo se acuerda en vacaciones o durante el recuento electoral, pues se le echa la culpa de ser conservadora y un lastre para el progreso, por aquello de que el voto de un soriano equivale al de cuatro madrileños, más o menos. Es una España sin médicos ni escuelas, o con médicos y escuelas que están muy lejos, a veces a cien kilómetros. Una España sin empresas ni bancos ni inversores. La llamé la España vacía, una expresión que ya no me pertenece y que no disimula la paradoja que esconde: en esa España vacía hay gente. Dispersa, envejecida y sin peso político, pero tan real como la de cualquier gran ciudad.
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Los habitantes de la España vacía (en torno a diez millones de personas repartidas por casi el 60% del territorio peninsular, fuera de las ciudades importantes) se sienten ciudadanos de segunda y reprochan al Estado su incomparecencia. Quienes viven en las zonas despobladas por voluntad y convicción se sienten pioneros que dependen solo de sí mismos. Como me dijo un hombre joven, de unos 30 años, que vive en la montaña palentina: “No queremos ser héroes, queremos ser ciudadanos”. Es decir, quieren que conectarse a Internet, conseguir una ambulancia o comprar el pan no supongan un esfuerzo agotador. Ellos protagonizan la verdadera brecha territorial de España y el verdadero problema de cohesión y vertebración.
En diciembre de 2017, la provincia de Teruel vivió unos días de terror. Norbert Feher, conocido como Igor el Ruso, un criminal muy peligroso buscado en Italia, mató a tres personas que fueron a desalojarle de una masía que había ocupado. Dos de las víctimas eran guardias civiles, y la tercera, un vecino muy querido, José Luis Iranzo, nieto del Pastor de Andorra, una leyenda de la jota aragonesa. Conforme trascendieron datos de la investigación y de los sucesos, se revelaron problemas muy alarmantes: la Guardia Civil de Teruel estaba infradotada y sus agentes no habían sido advertidos de la peligrosidad del fugitivo. No tenían medios ni personal armado para enfrentarse a él. Los vecinos llevaban tiempo avisando de la impunidad con la que muchos ladrones se mueven por comarcas indefensas, sabedores de que la patrulla policial más cercana está a decenas de kilómetros. El sentimiento de abandono, que se expresa siempre como una salmodia ininterrumpida, adquirió entonces una forma trágica.
No son, por supuesto, problemas sencillos de afrontar ni de solucionar. Nadie propone colocar un policía, un médico y un profesor en cada aldea de cinco habitantes. Lo que reclaman es que no se mire hacia otro lado, como se ha hecho hasta ahora. Creo que la cumbre que celebraron hace unos días en Zaragoza seis comunidades de la España vacía (Aragón, Galicia, Asturias, La Rioja y las dos Castillas) para reclamar un cambio en el modelo de financiación autonómica debe entenderse como una llamada de atención. Al margen de que cada presidente tiene su agenda política propia y de que todo se ha expresado como una simple reclamación presupuestaria, lo que importa y lo que queda es que estas autonomías (tres del PP y tres del PSOE) han denunciado que el modelo actual de administración no funciona y condena al olvido y a la pérdida a amplias regiones del país.
No se trata de repoblar sino de atender las necesidades pedestres y elementales, integrarlos en el país, hacer que se sientan parte de él
La cuestión va mucho más allá de conseguir más dinero o de compensar agravios para hacer equilibrios entre la España rica y la España pobre. Administrar territorios extensos con muy baja densidad demográfica (hay regiones de Castilla-La Mancha y Aragón donde viven menos de seis habitantes por kilómetro cuadrado, lo que las convierte técnicamente en desiertos) no se reduce a manejar un presupuesto, sino que requiere imaginación. Porque no se trata de repoblar, como se anuncia a veces cuando llegan fondos de Europa o se inaugura una autopista, sino de algo mucho más complejo y menos fotogénico: atender las necesidades pedestres y elementales de quienes viven allí. O, dicho de otra forma: integrarlos en el país, hacer que se sientan parte de él y no extranjeros cuyos problemas nunca forman parte del discurso público nacional.
¿Puede permitirse España, con su PIB, con su deuda y con su limitación presupuestaria, el esfuerzo de dotar de servicios de calidad a todos los españoles? No creo que sea la forma correcta de formular la pregunta. Yo diría, más bien: ¿puede un Estado democrático y social permitir que millones de sus ciudadanos se sientan abandonados y despreciados por él? ¿No tiene ese Estado una obligación insoslayable con esa parte del país? Es un debate que interpela al cuerpo político de toda la nación y que afecta a todos los españoles con una mínima sensibilidad democrática. Si esperamos más, la España vacía no lo será solo como metáfora.
Sergio del Molino es periodista y escritor, autor de La España vacía.
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