Un pueblo propiedad de la aristocracia
Coto de Lomeda (Soria), deshabitado y en ruinas, es uno de los pocos municipios que todavía quedan en España en manos de la nobleza
"La dueña del pueblo, la marquesa, venía de vez en cuando con su marido y el chófer. Era muy cariñosa con nosotros", recuerda con mucha nostalgia Águeda, de 77 años. "Le gustaba entrar en las casas y le hacía gracia que las ventanas fueran tan pequeñas para protegernos del frío. Un día apareció cuando las chicas estábamos bordando en la plaza y nos dio a todas la mano", continúa emocionada.
Seis décadas después, el que aparca en mitad de esa plaza de Coto de Lomeda (Soria) es uno de los hijos de la marquesa, Juan Pedro de Soto Martorell, marqués de la Lapilla y marqués de Monesterio, aunque allí hace mucho que ya no hay nadie a quien saludar. La pedanía quedó deshabitada a mediados del siglo XX y el paso del tiempo ha terminado hundiendo las casas en este trozo de la España vacía.
Este aristócrata es uno de los 13 propietarios del lugar, miembros de una familia, que entre todos suman diez títulos: condado de Darnius, marquesado de Villel, ducado de Almenara Alta, marquesado de Albranca, ducado de Frías, marquesado de la Lapilla, marquesado de Paredes, ducado de Escalona, marquesado de Villena y condado de Haro. Se desconoce desde cuándo esta familia es la dueña, aunque un documento oficial de 1752 ya detallaba que era de "señorío propio y privativo del señor marqués de Villel". Se trata pues de uno de los pocos municipios que todavía quedan en España en manos de la nobleza (el número total no se sabe porque no hay un registro que los recoja).
"No tenemos ninguna propiedad parecida a esta", reconoce de camino al pueblo Juan Pedro de Soto Martorell, que se encarga de administrar los negocios de su madre. Las 450 hectáreas del municipio se destinan a la agricultura, esporádicamente a la caza (para amigos y parientes) y en el pasado también a la ganadería. Desde que el último habitante salió de allí en los años sesenta, no ha habido más intentos de repoblarlo. El marqués y el resto de sus hermanos nunca llegaron a verlo habitado.
Lomeda se encuentra —o, mejor dicho, se esconde— en el fondo de un valle, a 1.100 metros de altura y en “una zona que apenas supera el habitante por kilómetro cuadrado”, según el profesor de Geografía de la Universidad de Valladolid, Jesús Bachiller. Atravesando los caminos pedregosos que conducen a él, entre encinas, corzos y buitres sobrevolando, nada hace prever que allí está este lugar con una historia tan singular.
Pertenece a 13 miembros de una familia que, entre todos, suman diez títulos nobiliarios
No hay calles, todos los edificios se disponen dando forma a una gran plaza en cuesta con la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción presidiendo el conjunto. La única señal de vida humana reciente son las pintadas que alguien ha hecho en varias fachadas, también de la parroquia. Como el resto de casas, el interior del pequeño templo no conserva prácticamente nada en pie que recuerde a la capilla donde los vecinos escuchaban misa. En uno de los extremos hay, incluso, restos de paja, prueba de que ahí han sido guardados animales. “El pueblo está destrozado, aunque donde vivíamos nosotros se conserva un poco mejor. Han llegado a meter ovejas en la iglesia”, se lamenta Águeda, que vivió allí hasta los 22 años y lo visita siempre que puede.
Hasta hace una década estuvo alquilado y desde entonces es la propia familia de nobles quien lo explota directamente. "No nos hemos planteado en serio venderlo, pero todo tiene un precio. Tampoco hemos recibido nunca una oferta medio normal", apunta el marqués, miembro además de tres instituciones dedicadas a las obras de caridad: el Gran Priorato de España de la Orden de San Lázaro de Jerusalén, la Real Maestranza de Caballería de Sevilla y la Orden religioso-militar de Alcántara.
Sus 450 hectáreas se destinan a la agricultura y la caza. "No nos hemos planteado en serio venderlo", afirma uno de los dueños, marqués de la Lapilla y de Monesterio
Los últimos cambios en la propiedad de Coto de Lomeda dentro de esta familia de aristócratas fueron peculiares. Una tía bisabuela sin descendencia decidió en 1930, sin que se sepa la razón, dejarlo en herencia a la tercera generación, a la que aún le faltaban muchos años para nacer, mientras la primera y segunda quedaban solo como usufructuarias. Así las cosas, de los actuales dueños, 12 son de pleno disfrute (ocho hermanos, la tercera generación, y cuatro sobrinos, la cuarta), y la decimotercera titular es aquella marquesa recordada por Águeda, la madre de Juan Pedro de Soto Martorell y otros ocho hijos (uno ya fallecido), que mantiene el derecho de uso.
En realidad, esta propiedad no está ahora unida a ningún título —los señoríos se suprimieron hace casi dos siglos—, pero al transmitirse entre miembros de una misma familia de nobles, siempre termina vinculada a una persona con alguna distinción. "Uno ya no tiene un pueblo por ser conde o duque, sin embargo, te puede ofrecer una posición social y más poder económico", explica Jaime Salazar y Acha, autor de una obra de referencia, Elenco de Grandezas y Títulos Nobiliarios.
Solo podían vivir nueve familias, que recibían una casa, terreno y ganado. Al año pagaban a una marquesa una cantidad de dinero. En los sesenta quedó deshabitado
El régimen de vida en esta pedanía del sur de Soria, próxima a la frontera con Zaragoza, era especial. Solo podían habitarla nueve familias y todas recibían lo mismo: una casa (suya hasta su muerte), una parcela de tierra y unas 60 cabezas de ganado. A cambio, debían pagar una cantidad fija anual al administrador de la marquesa, un canónigo de Sigüenza y luego un sobrino abogado de este. Y además, por la falta de espacio, regía una norma: los hijos tenían que abandonar el pueblo, salvo el pequeño, que se quedaba al cuidado de sus padres, y al cargo del campo y la ganadería.
"Allí se vivía bien", asegura Águeda. "La tierra era fuerte y muy fértil. Nunca nos faltó de nada. Teníamos luz las 24 horas y el agua la íbamos a buscar en caballos", explica esta mujer, residente hace 52 años en Logroño. "Siempre hubo escuela, incluso cuando solo quedaba un niño. No había tienda ni bar, pero los lunes comprábamos en el mercado de Arcos de Jalón y los domingos estábamos en alguna casa jugando a las cartas. Dos veces al año, en las ferias, había baile. El médico y el cura eran de Velilla de Medinaceli, a tres kilómetros".
Sin embargo, todo eso no fue suficiente y el municipio quedó despoblado en apenas dos años. "Eran los tiempos en los que a todos les dio por irse a la capital. Había cuatro matrimonios con hijos y se fueron. Así que el resto seguimos el mismo camino", dice con pena Águeda.
Ella es de las últimas personas en mantener viva la memoria de un lugar tan singular y del que tan poco conocen las instituciones e historiadores locales. Muchos siempre han creído que era una leyenda el relato que circulaba en la provincia sobre el pueblo propiedad de los marqueses. Pero era verdad.
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