El error de intentar medirlo todo
En un mundo evaluado por ‘likes’, algoritmos, indicadores y objetivos, los números no deben ser inmunes a la crítica
Cuando no entendemos la sociedad, la medimos. Casi todo se puede cuantificar: la competitividad de las empresas, la popularidad de los políticos, la calidad de vida en las ciudades, el gusto del vino, la calidad del sistema educativo… Estamos configurando una sociedad de scores, rankings, ratings, impactos, indicadores, likes, estrellas, puntuaciones, tasas, índices… Vivimos en el régimen de la omnimetría, donde todo puede ser medido y sin las cantidades nada se evalúa con objetividad. Hay una permanente medición y valoración de cosas, personas, profesiones e instituciones.
Las clasificaciones son instrumentos para ordenar la información y proporcionan ayuda a la hora de decidir, sin tener que perder el tiempo en interpretar. Las clasificaciones numéricas ofrecen la ventaja de que son fácilmente comprensibles y aceptadas sin mayor cuestionamiento. Tienen el encanto de la simplicidad en medio de unos entornos que son cada vez más confusos para votantes, inversores, consumidores o estudiantes. Las mediciones alivian el desconcierto que produce la creciente incertidumbre social, y permiten poner orden en la sobrecarga informativa a la que nos vemos sometidos.
Los números desempeñan una función importantísima en la sociedad contemporánea, ya sea para los mercados, la ciencia o la política. La medición de lo social permite traducir un mundo complejo en el lenguaje estandarizado de los números, en el que domina un orden claro y en principio poco discutible. Es una manera de asegurarse la corrección del juicio, sobre sí mismo y acerca de otros. Los números transmiten precisión, claridad, simplificación, imparcialidad, objetividad, verificabilidad y neutralidad. La valoración, que es algo que en principio tiene que ver con la calidad, se formula en términos cuantitativos. Nos confiamos al carisma frío de los números para entender con su ayuda asuntos complejos y hacerlos así conmensurables, comparables con otros.
Estos parámetros son siempre reduccionistas. De entrada, porque la medición se refiere fundamentalmente a la parte cuantitativa de las cosas. Quien mide, inevitablemente, presta mayor atención a las dimensiones que se dejan medir mejor, de manera que éstas son privilegiadas en relación con otros aspectos de la realidad. La cuantificación hace que destaquen determinados aspectos, e invisibiliza a otros.
La lógica de la medición tiene ciertos efectos secundarios. A menudo el impacto y la imagen se valoran más que el contenido
La lógica de la medición tiene, además, ciertos efectos secundarios que modifican lo medido y le quitan parte de esa pretendida objetividad. La mentalidad cuantitativa nos sitúa inmediatamente en términos de competitividad, y eso dispara una determinada astucia para mejorar la apariencia. No pocas veces ocurre que las instituciones se dedican más al cuidado de la propia imagen que a mejorar su funcionamiento, que la carrera por llamar la atención está por encima de aumentar el conocimiento, que el impacto sea más valorado que el contenido. Hemos de tener en cuenta, además, que medir es una actividad que altera nuestras acciones. Muchas de las modificaciones que realizan quienes son medidos (profesores, empresarios, políticos) constituyen un claro avance (como la transparencia, la atención al cliente o el rendimiento), pero no debemos olvidar que hay quien gestiona muy bien su reputación omitiendo casi todo lo demás.
La llamada ley de Campbell advierte de esa modificación de la realidad al ser medida. El psicólogo americano la formuló de la siguiente manera: “Cuanto más se aplica un indicador cuantitativo para las decisiones sociales, tanto más distorsiona y corrompe los procesos sociales que debería observar”. El ejemplo que aducía tenía que ver con un hecho trágico de la guerra de Vietnam. En la primera fase de la guerra el ejército estadounidense tenía muy poca información acerca del número de bajas que causaban en las filas enemigas y propuso que se contaran para evaluar la eficacia de las unidades de combate. Esto implicaba presionar para matar al mayor número posible de enemigos, lo que incluía cada vez más a civiles, ya que en una guerrilla no está del todo clara la diferencia entre soldado y civil. Con este indicador se ponía en marcha un incentivo que resolvía esa diferencia borrosa en una determinada dirección perversa: aumentar el número de personas a las que había que eliminar.
La forma numérica se reviste de una objetividad incontestable y confiere a las opiniones una especial capacidad de imponerse. Es más difícil dudar de un juicio apoyado en datos que del que se presenta como mera opinión. La cuantificación, es decir, la transformación de los fenómenos sociales en el lenguaje de los números, consigue muchas veces sustraerse de la obligación de justificarse y se inmuniza frente a la crítica. Apenas se les pide a los algoritmos una justificación; su carácter técnico permite ocultar los presupuestos tácitos de su elaboración, las selecciones que se han preferido y las alternativas que han sido excluidas.
Pero no es verdad que las mediciones o los indicadores sean completamente objetivos y desinteresados. Los números no son solo matemáticas; también hacen política. Las prácticas del cálculo no son formas neutrales de lo social. Los algoritmos producen y representan lo que ha de ser considerado como relevante y valioso. Las estadísticas presumen de reflejar una realidad objetiva, pero son construcciones selectivas que en parte producen esa realidad. El mundo de los números institucionalizados prescribe a los autores cómo han de ver la realidad y de acuerdo con qué principios deben actuar.
Con demasiada frecuencia olvidamos que los números llevan consigo determinados conceptos políticos, prescripciones normativas e intereses económicos. Buena parte de la crítica social ha de consistir hoy en llamar la atención sobre ese condicionamiento que se pretende disimular. Como es bien sabido, los resultados de las búsquedas, las listas propuestas o las sugerencias en Internet son en una gran medida dirigidas; el hecho de que las tres grandes agencias de rating sean norteamericanas influye en sus valoraciones, menos objetivas y desinteresadas de lo que pretenden; hay distintas maneras de calcular la estabilidad monetaria, la disposición al riesgo, el desempleo o la deuda pública, de medir la pobreza o la riqueza. Lo mismo se puede decir de los rankings de las universidades, que privilegian el modelo anglosajón de universidad centrada en la investigación, en detrimento de otras funciones sociales.
¿Quién tiene la soberanía en el régimen de los números? ¿Quién define las reglas según las cuales se distribuyen las valoraciones y los rangos? Las clasificaciones no se imponen por su propia evidencia, sino que son más bien el resultado de un cierto combate social en torno a lo que podríamos llamar la autoridad algorítmica. En cuanto se ha decidido consagrar un determinado indicador, todos los actores se ven obligados a guiarse por él. En la lucha por la clasificación nos jugamos también una determinada distribución del poder, privilegiamos una descripción concreta de la realidad en detrimento de otra alternativa, se establecen unos criterios concretos de legitimidad.
No es extraño, por tanto, que haya cada vez más protestas que tratan de romper las taxonomías institucionalizadas, desenmascarando a quienes se benefician de ellas o su pretendida neutralidad. Un ejemplo de ello es lo que Isabelle Bruno ha llamado el statactivism, el activismo político en torno a las estadísticas. Muchos grupos se han dado cuenta de que las estructuras sociales están condicionadas por la decisión en favor de ciertos indicadores y criterios de valoración, incluidos los procedimientos automatizados. Se han constituido movimientos como la ONG Algorithm Watch que exigen transparencia y derecho a la crítica, especialmente por parte de quienes son de ese modo clasificados. Otro ejemplo de este tipo de controversias es el que desde hace tiempo tiene lugar en torno a la medición del PIB, y que fue el objeto en Francia de un informe realizado por Stiglitz, Sen y Fitoussi, en el que se planteaba incluir la desigualdad o las cuestiones medioambientales, por ejemplo.
Una de nuestras principales batallas políticas va a girar en torno a los conceptos apropiados a la hora de medir, la presentación pública de los datos, y las consecuencias políticas que se seguirían de ellos. En un mundo en el que la política se confía a las representaciones cuantitativas, la lucha por el modo de medir se ha convertido ya en una tarea genuinamente democrática.
Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política en la Universidad del País Vasco. ‘La democracia en Europa’ es su último libro.
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