300 kilómetros de agua embalsada
El último tramo del río antes de llegar a Portugal es una sucesión de pantanos hidroeléctricos que inundaron pueblos y ruinas históricas
Los embalses fueron uno de los pilares de la política económica de la dictadura franquista, que inauguró cientos hasta multiplicar por 10 la capacidad total de almacenaje de agua en España. Aparte de los argumentos de asegurar el consumo humano y reducir el riesgo de catástrofes, se señalaron como una prioridad absoluta por su capacidad para ampliar los regadíos y, sobre todo, para generar electricidad. Tanto, que no importó desplazar poblaciones enteras, dejando sus casas sumergidas bajo las nuevas infraestructuras.
Uno de ellos fue el pueblo de Talavera La Vieja o Talaverilla, en la comarca cacereña de los Ibores, donde vivió Julia García Pimentel hasta que quedó sumergido en los años sesenta bajo el embalse de Valdecañas. "Yo no quería irme, yo fui muy feliz allí, con mi marido, criando sanos a mis hijos", dice esta mujer de 96 años, sin dejar de hacer punto, en la cocina de su casa de Bohonal de Ibor. "Había gente que no se marchó hasta que no le llegaba el agua a la cintura", añade a su lado Francisco Jiménez, de 76 años, uno de los 10 hijos que crio Julia.
Así que los restos de Talaverilla están hoy (asomando más o menos, según la nivel de agua del momento) bajo el embalse de Valdecañas, que forma parte de la sucesión casi interrumpida de 300 kilómetros de pantanos -son una quincena- en la que se convierte el Tajo desde Talavera de la Reina, y a través de la provincia de Cáceres, hasta llegar a la frontera con Portugal. Los ecologistas se quejan de que esa suerte de piscina continua vuelve a matar el río justo en el punto en que por fin se recupera de la escasez y suciedad que arrastra desde Toledo; lo hace gracias a los afluentes que le llegan, sobre todo, desde la sierra de Gredos.
Para el profesor de la Universidad de Évora (Portugal) Enrique Cerrillo el auténtico drama es todo el patrimonio histórico —desde el asentamiento neolítico de la Cañadillas o los dólmenes de Garrovillas hasta el poblado visigodo de Berrocalejo— que quedó sumergido y olvidado bajo esas aguas. Cerrillo sabe que los embalses no se van a mover, así que ni siquiera plantea ambiciosas empresas de excavaciones y traslados; pero propone al menos –con escaso éxito en las Administraciones– localizar y documentar bien todo ese patrimonio. "Se trata de mantener vivía al menos la memoria del paisaje".
Buena parte del medio centenar de yacimientos que han localizado bajo los pantanos especialistas como el arqueólogo Antonio González Cordero son de época romana. Y algunos de los más interesantes están en el entono de Talaverilla. De hecho, el pueblo estaba levantado sobre Augustobriga, una ciudad amurallada de la Lusitania romana de en torno al siglo II, junto a la calzada romana que comunicaba Talavera de la Reina (Caesarobriga) y Mérida (Emerita Augusta). Cuando Talaverilla fue inundada, una parte de los restos (unas columnas y un pórtico) fueron trasladados al puente que salva el embalse de camino a Bohonal de Ibor, donde todavía se pueden ver. Sin embargo, la muralla romana, las termas, una torre de fortificación y la vieja calzada, entre otros, se quedaron bajo el agua.
"La verdad es que no reparábamos en esas cosas, no le dábamos valor. Muchos cogían las piedras y las usaban para otra cosa", explica Francisco Jiménez mientras su madre continúa haciendo punto. Este antiguo guarda de la zona del embalse explica que entonces las preocupaciones eran otras en Talavera la Vieja. "Esta durante unos años fue una zona muy próspera; había más de 838 hectáreas cultivadas, sobre todo de tabaco y algodón. Por eso la gente no se quería ir; fue muy dramático". Así que después llegó la tristeza de la que hablaba Julia. "El embalse no trajo más que miseria para le gente de aquí", remata. Se habló de regadíos, pero nunca llegaron; el pantano de Valdecañas se destinó principalmente a la producción de energía eléctrica.
Desde un dron | El río como nunca lo habías visto
Fotogalería | Retratos del Tajo
Iberdrola tiene desde 1956 la concesión del tramo del Tajo que va desde Talavera hasta Portugal. La primera central en Cáceres empezó a funcionar en 1964 y la última se inauguró en 1984. En toda la cuenca hay 19 grandes centrales hidroeléctricas, repartidas entre el tronco central y los afluentes. Siete de ellas están en Cáceres y son de esta compañía eléctrica.
"Casi la mitad de la potencia eléctrica de Iberdrola en España es hidroeléctrica, y el Tajo aporta casi el 20% de toda esa potencia hidroeléctrica", resume Adela Barquero, responsable de esta compañía en la cuenca del gran río peninsular. La sequía –tras tres años con lluvias menores de lo normal y con unas reservas de agua embalsada muy bajas– ha desencadenado un desplome de la electricidad generada a través de las presas en España, que, a su vez, ha hecho que se encarezca el recibo de la luz. "La generación hidroeléctrica en el Tajo ha caído a la mitad este año con respecto al anterior", explica Barquero. Y avisa: "El año hidrológico que ha comenzado [arrancó en octubre] parece que va a ser seco otra vez".
El continuo cacereño de embalses se prolonga hasta Portugal. Justo en la frontera, el de Cedillo es el encargado de hacer llegar al país vecino la cantidad de agua acordada en el Convenio de la Albufeira firmado en 1998 por los dos Gobiernos ibéricos. "Se cumple de forma exquisita y escrupulosa por ambos países", dice la Confederación Hidrográfica del Tajo. "Existe una relación continua y fluida entre los responsables de la gestión del agua en la Demarcación del Tajo de ambos países, que facilita su cumplimiento, además de mejorar la gestión de riesgos: sequías y avenidas".
El problema, según José Moura y Paulo Constantino, de la Asociación ProTejo en defensa del río, es que los caudales semanales y trimestrales establecidos permiten grandes fluctuaciones, "a lo largo del día o incluso de periodos más largos", del agua que se traspasa de un país a otro. "Así, el ecosistema acuático, vegetación ripícola y especies piscícolas sufren con la subida y descenso acentuado y, muchas veces, repentina del nivel del caudal del río Tajo", protestan los activistas portugueses. En general, hablan de unos problemas agravados por la sequía que se parecen mucho, como no podía ser de otro modo, a los de Tajo español: poco caudal, demasiada regulación del río a través de embalses y, sobre todo, contaminación.
Una polución que está detrás, aseguran, de la aparición de miles de peces muertos en octubre en la zona de Vila Velha de Ródão, muy cerca de la frontera española. Y que llega hasta el último tramo del cauce antes de alcanzar la desembocadura en Lisboa, donde desde hace un siglo se pueden encontrar las aldeas Avieiras. Estas comunidades de pescadores emigrados desde la zona costera de Vieira de Leiria conforman –con sus casas típicas de madera de colores levantadas sobre pilares y sus característicos barcos– una singular cultura que está ahora está en grave peligro de desaparición por todos esos males que sufre el Tajo. "En nuestra opinión, el mayor de todos es la contaminación que causa una cada vez mayor escasez de especies piscícolas", insisten Moura y Paulo Constantino.
La Universidad de Santarem –apoyada, entre otros, por la de Castilla-La Mancha– trabaja desde hace años para que se reconozca el valor patrimonial de la Cultura Avieria. Un modo de vida que seguramente ya no volverá a dar de comer a sus habitantes a no ser que sea de la mano del turismo, pero que merece ser, aseguran, conservado y documentado.