Gabo, Turull, el pudor y los odios
Entre todos hemos roto lo que ya no se restaura, o se restaura a duras penas.
La voz de Forcadell, un puñetazo en la mesa. “¡¡¡Usted no habla!!!”. No un grito: un puñetazo. El aire de una paloma alevosa. La voz era un insulto, un grito ruidoso que reclama, imperioso, el silencio del otro. “¡¡Usted no habla!!”.
Forcadell. Tanto terciopelo, tanta madera y lo que hay en esa voz es odio. No siempre, claro. “Señora Martínez, reponga las banderas”. Esa es una reconvención más sosegada. Martínez no desata su ira; la usa para que se sepa quién manda allí. ¿Ella manda? No es lo mismo mandar que ser mandada. O que ser mandona. Forcadell, mandona. Sin pudor.
Escenas de una ruptura. Horas después, Turull retrata a Romeva, firmando la separación, tan contento. La sonrisa del portavoz (La sonrisa del portavoz, sería una novela negra) recuerda la solicitud de otro Turull, Josep, que aparece nada más empezar La verdad sobre el caso Savolta. Eduardo Mendoza, alguien “tan perspicaz para captar el espíritu en los ojos de las personas”. En esa novela de la corrupción catalana de los años 20 (la hubo ya, la hubo antes, la habría después, ahora la hay: en eso somos hermanos todos los españoles) el tal Turull es un innominado chupatintas que se presenta así ante quien no lo reconoce:
Turull. Josep Turull, agente inmobiliario, para servirle. Nos vimos hace poco en…
Oh, ya recuerdo, claro… ¿Turrull dice usted?
— Turull, con una sola erre.
Y la verdad es que ahora que se le ve haciendo la foto a Romeva, tan contento, sí es evidente que tiene ese aire de agente (inmobiliario, también) que le adjudica al tal Turull (Josep, como Tarradellas) Eduardo Mendoza. El agente Turull. El portavoz hace ese oficio de agente. “Para servirle”.
Ese libro, La verdad sobre el caso Savolta, se puede leer ahora como una historia de este tiempo, tan desangelado y triste, tan corrupto. La corrupción ya no es (tan solo) de dinero, es de formas. Puigdemont, también tan contento firmando, con mano de contable, o de agente, como Turull, dijo que la democracia no es cuestión de formas. No es otra cosa: la democracia son formas. Cuando la democracia se hace pedazos, eso es lo que pasó, el grito de Forcadell se hace metáfora del epitafio. Se rompen las formas, se convocan los odios.
Entre todos hemos roto lo que ya no se restaura, o se restaura a duras penas. Los odios chicos, mezquinos, han dado paso a los grandes odios, y parece que no habrá venda para tanto dolor como el que ya se hace, nos hacemos, se hará. Sin pudor.
Forcadell, Turull, Puigdemont… Esas sonrisas, el grito —“¡¡¡Usted no habla!!!”—, la convocatoria ilegal, la ruina de la convivencia parlamentaria…, todo eso es el odio grande, que será más grande si no viene una voz de sosiego. O si no regresa el pudor.
Gabriel García Márquez, barcelonés de honor, escribió mucho de esa ciudad de oro metida ahora en el baño de vapor de la desconfianza. En uno de sus cuentos (María dos Prazeres) el que sería Nobel (lo escribe en 1979) recorre la ciudad recitando la historia de una prostituta y le dedica esta joya a los catalanes: “Aquella comunidad de catalanes crudos cuya honra nacional se fundaba en el pudor”.
Gabo decía que él no escribía ficción. Forcadell, Turull, Puigdemont… Con esos gritos, aquellos susurros, estos desafíos al pudor, ese trío, en compañía de otros, ha venido a convertir en cuento lo que García Márquez escribió de corazón, y de veras, sobre los catalanes. Ahora el pudor no existe. Le dio un manotazo de madera Carme Forcadell. En compañía de otros.
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