El penúltimo trance
El equipo del presidente del Gobierno había asimilado desde un principio que se trataba de un mal trago
Si nada es serio, todo se vuelve truco. El presidente del Gobierno compareció ayer en calidad de testigo ante un tribunal español. Juró decir toda la verdad. De no hacerlo, podría incurrir en un delito de falso testimonio. No era un debate parlamentario, donde el ingenio, la habilidad y las fintas permiten salir airoso. Ni un cara a cara televisivo en el que se intenta derrotar al adversario. Era el escenario perfecto para extraer de Rajoy la verdad última sobre su conocimiento real de todas las presuntas ilegalidades cometidas en el PP en los últimos 20 años. No fue así. Y a decir verdad, nadie contaba con que así fuera. El equipo del presidente del Gobierno había asimilado desde un principio que se trataba de un mal trago que era necesario superar cuanto antes. Y Rajoy se preparó a conciencia para ello. Rotundo en sus respuestas pero precavido en los detalles. Dispuesto a que calara en la opinión pública —el verdadero tribunal al que se dirigía—la idea aparentemente sensata de que sus altas responsabilidades no incluían estar al tanto de la contabilidad del partido. Los que conocen las interioridades del día a día de una formación política se echaron las manos a la cabeza. Un director de campaña electoral, y Rajoy lo fue de muchas en el PP, dedica casi tanto tiempo a pensar estrategias como a controlar el presupuesto. Pero esos expertos no estaban en la sala, y por lo que parece, tampoco echaron mano de ellos los abogados que usaron su turno para interrogar al testigo. Preguntas deslavazadas, sin seguir un guion ni un hilo argumental. Poco preparadas: esa impresión daba a cualquier espectador ocasional de un juicio que hace ya mucho que ha desparecido de la atención pública. Algunos buscaron la provocación, algunos casi lo consiguieron, pero de un modo tan arbitrario e incomprensible que resultaba complicado deducir si los letrados sobreactuaban, a Rajoy le traicionaba su irritación, o el presidente del tribunal interrumpía constantemente a unos y otros para poner orden, frenar impertinencias o mostrar su pretendida ecuanimidad.
En cualquier caso, fuera de la sala los tiempos eran otros, y la comparecencia de Rajoy era simplemente un nuevo escalón en la estrategia de desgaste. Solo así se entiende que, apenas concluido el calvario, unos pidieran la comparecencia inmediata en el Congreso del líder del PP para dar las explicaciones que no había dado en sede judicial y otros apuntaran como nueva oportunidad para rematarle definitivamente la próxima comparecencia de Rajoy ante la comisión parlamentaria que investiga la financiación del PP. Y que los portavoces de este último se apresuraran a mostrar su satisfacción, dar la prueba por superada y arremeter contra el resto de los partidos.
De nada sirve que todos los presuntos corruptos del PP hayan abandonado sus filas, que la justicia esté investigando a la mayoría de ellos o que el Gobierno haya impulsado sin freno leyes para prevenir nuevos casos. Se juzga una época, y Rajoy ocupó cargos de responsabilidad a lo largo de ella. Las urnas, y su propia habilidad política, le han permitido sobrevivir, pero la corrupción será el baldón permanente del PP mientras él continúe al frente. Entre tanto, deberá seguir pensando en nuevos trucos para superar el siguiente trance.
Rajoy ha salido ileso de la prueba que más le preocupaba en los últimos meses, pero no del todo. En la videoteca quedará su imagen tensa y solitaria ante el tribunal que juzga uno de los mayores casos de corrupción, para ser utilizada una y otra vez por los informativos cada vez que vuelva a ser noticia la trama Gürtel o la corrupción en el PP. Ese es el mal a largo plazo. A corto, ha venido en su ayuda un clima en el que los políticos hacen de periodistas, los periodistas de políticos y los abogados, de ambas cosas.
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