El maltratador sentenciado que no pisó la cárcel porque el juez se despistó
Un payés condenado a cuatro años "por aterrorizar" a su familia logró esquivar el presidio por un grave error judicial
Concepción A. murió de cáncer en 2014, a los 65 años. Y se fue con la pena de no ver en la cárcel al hombre que "durante 25 años" convirtió su vida, y la de sus dos hijas, en un infierno de miedos. Su vida nunca fue fácil. Se casó joven con Francesc Corts, tres años mayor que ella, y se fue a vivir con él (y con los suegros) a una masía de Canovelles, a varios kilómetros de Granollers (Barcelona). Pronto empezó a sufrir los desprecios de sus suegros y de su marido, cuando no los golpes. Corts fue sentenciado en 2009 en firme a casi cuatro años por maltrato habitual a su esposa e hijas, pero nunca pisó la cárcel. Por un despiste del juez: cuando por fin decidió meterle en prisión, nueve años después de la denuncia por violencia machista, fechada en 2005, ya era tarde: el fallo judicial llevaba más de cinco años sin ser ejecutado y el delito, con la ley en la mano, había prescrito. Nada se podía hacer.
Pocas sentencias por violencia machista alcanzan hoy en España los cuatro años de prisión. Y posiblemente no exista ninguna de este tenor en que el maltratador haya quedado impune debido un grave error judicial. Un olvido que ha llegado hasta la mesa del Consejo del Poder Judicial, y ha dado la razón a las víctimas y declara probado que en el caso de esta familia se ha producido "un funcionamiento anormal de la Administración de Justicia”.
Concepción y Francesc se casaron el 2 de agosto de 1979. Una boda desgraciada desde el principio. En la masía, vivían de la agricultura y la ganadería. Tenían lo suficiente. Varias generaciones de los Corts precedieron a Francesc, que, ya con los padres mayores, se erigió en el hombre de la casa. Era rudo, de pocos amigos, con un carácter marcado por el machismo. Los “gritos e insultos” a su esposa en los primeros años de casados se tornaron "en maltrato y golpes" en los siguientes. El 8 de junio 2005, Concepción y las dos hijas que había tenido con Franscesc no aguantaron más y huyeron de la masía, sin mirar atrás.
“Era y es un hombre de otra época; él y su madre veían normal que se le fuese la mano con su mujer; no tenían conciencia del mal que causaba”, evoca el abogado Roberto Rivero.
Al llegar al pueblo fueron a la Policía Local de Canovelles para describir sus amarguras. Y días después ampliaron la denuncia ante los Mossos d`Escuadra de la vecina Granollers. Luego alquilaron un piso para las tres y allí se refugiaron. Ninguna queja: en cuestión de horas obtuvieron una orden judicial de alejamiento. "Ni se te ocurra acercarte a ellas", advirtió a Francesc su abogado, Roberto Rivero, pieza clave, en su calidad de defensor, de lo que vendría después.
Camino del pueblo, las tres mujeres se llevaron en sus retinas imágenes de dolor y sufrimiento. Como cuando Francesc enchufaba al cuerpo de Concepción, desprevenida, la manguera a presión que utilizaba para limpiar las cuadras, o cuando le hizo sangre en la nariz tras abofetearla con una gorra. O cuando golpeó con el palo de un hacha a una de sus hijas porque simplemente se le cayó el móvil al suelo al ir a dárselo. O cuando Concepción lloraba en silencio porque la trataba como una inútil. Perdió por completo la autoestima.
Triquiñuelas jurídicas
Los cinco años del plazo se pasaron de la siguiente manera: el juez ordenaba el ingreso en prisión de Francesc, la defensa se oponía con un recurso, y entonces el juez pedía opinión al fiscal y al abogado de las víctimas. Y luego (pasados meses e incluso un año) fallaba y ordenaba cárcel, y le daba diez días para que ingresase voluntariamente. Pero su abogado volvía a recurrir, o a pedir el indulto en 2010 (y el propio juez lo apoyó parcialmente, pero lo rechazó el Gobierno en 2013), y vuelta a empezar, y así durante cinco años. El reo llamó al hospital para que le pusieran a la cola de la lista de espera. Y logró sortear la primera cita alegando que padecía cierta sordera y que no oyó el teléfono cuando le llamaron del hospital la primera vez para ponerle la prótesis en una rodilla. Las víctimas esgrimen que el juez nunca debió demorar el ingreso en prisión, puesto que se trataba de una mera operación que nada tiene que ver con el precepto que faculta a suspender una pena cuando el reo padece una enfermedad grave e incurable.
Pasaron dos años antes de que llegase el juicio, en noviembre de 2007. El Juzgado de lo Penal 3 de Granollers que revisó el caso tuvo claro desde el principio que Francesc Corts era un maltratador nato. Toda una exhibición continuada de machismo la que desplegó Francesc Corts para sumergir a su esposa e hijas en "un estado de terror y dominio coercitivo”, según reza la sentencia, que le condenó a casi cuatro años por delitos de lesiones y maltrato habitual en el ámbito familiar. Los informes psicológicos expuestos en la vista acreditaron secuelas psíquicas ("temblores, miedos, perdida de autonomía...") en Concepción, y depresión en las hijas.
Los suegros, José María y Agustina, octogenarios, nunca entendieron por qué su hijo debía sentarse en el banquillo de los acusados y menos aún que tuviese que ir a la cárcel por ello. “Era y es un hombre de otra época, lo veía normal y no tenía conciencia del mal que causaba”, concede su letrado, Roberto Rivero".
“No sé nada de mis hijas, ni si tengo nietos, y me gustaría verlos... ¿Tengo derecho? El letrado no respondió.
José María Corts, el suegro, también se sentó en el banquillo con su hijo (el fiscal le pedía un año de cárcel) por golpear con un cayado a sus nietas. Pero el juez le absolvió por falta de pruebas. El paso del tiempo y la dificultad de las víctimas a la hora de concretar las fechas y los hechos le salvó.
La sentencia, para alegría y alivio de las víctimas, fue muy severa, aunque tuvieron que esperar hasta 2009, dos años más, para que adquiriera firmeza en la Audiencia de Barcelona. Pero aún les esperaban muchos disgustos. Con una sentencia de cuatro años de cárcel, lo que nunca imaginaron Concepción y sus hijas es que quedaría reducida a una cadena de frases jurídicas represivas volcadas sobre una decena de hojas judiciales estériles. Papel mojado.
Los recursos y artimañas del abogado (estrictamente jurídicas) obraron el milagro de que Francesc nunca haya tenido que pisar la cárcel y que ahora siga como si nada en la masía. Posiblemente, confía su abogado, nunca entienda el principio jurídico que le salvó de los barrotes. Lo más cerca que ha estado de un calabozo fue el día que tuvo que ir a testificar ante la policía de Granollers por violencia machistas.
Con todo, el juez no podía suspender la pena (excedía de los dos años y los delitos eran graves). Es decir, tenía que cumplirla sí o sí. Y el juez disponía de cinco años para ejecutarla. Ni un día más. De nada sirvieron los constantes escritos de las víctimas, los últimos con Concepción aún luchando contra el cáncer, y pidiéndole al juez que decretara de una vez la prisión y no hiciera más caso a los picarescos recursos de su progenitor. Primero pidió el indulto, que el juez avaló en parte aun cuando fue rechazado de plano por el Gobierno en 2012. Tres años duró este trámite.
Los dos años restantes los sorteó con la excusa de la prótesis y el hospital. Francesc necesitaba una prótesis para su rodilla y pidió al juez, con éxito, que demorara su ingreso en prisión hasta después de que pasara por el quirófano. Y se apuntó en la lista de espera. Pero las veces que le llamaron para operarle no atendió el teléfono del centro sanitario. Y los meses iban pasando. Cuando el juez supo, por las quejas de las víctimas, lo que estaba ocurriendo pidió explicaciones a Francesc. Pero este volvió a convencerle de que esperara más tiempo, que sufría sordera y no oía el teléfono. Los meses seguían pasando y el fantasma de la prescripción merodeaba. Luego se supo que él mismo había contactado con el hospital para que le pusieran el último en la lista; y que, en todo caso, no le llamaran antes de noviembre de 2014.
Las hijas del desdichado matrimonio, las hermanas Anna Francesca y Teresa, no cejaron en recordar al juez que debía actuar. El último escrito al juzgado lo elevaron en mayo de 2014. Y en él reiteraban Ana y Teresa las artimañas de su progenitor para escapar de la cárcel. Y, además, informaron al juez de que el cáncer se acababa de llevar a su madre, a Concepción.
Francesc consiguió finalmente lo que buscaba: se escapó por los pelos. Solo diez días fuera de plazo, siete años después de la primera sentencia, el juez decretó por fin su entrada en prisión, y ya sin posibilidad de recurso alguno. Ignoraba que se habían rebasado los cinco años. Era el 12 de noviembre de 2014. Roberto Rivera, el abogado, echó cuentas al instante y presentó un recurso directo ante la Audiencia de Barcelona, sin ni siquiera pasar por el juzgado, alegando que los delitos estaban prescritos. Y el tribunal le dio la razón. Y ya nada se podía hacer. Lo único que ejecutó el juez de su sentencia fue exigirle a Francesc que pagara a su exesposa, antes de morir, 6.500 euros por "las secuelas psíquicas" sufridas.
Las hijas no daban crédito a lo sucedido. Una de ellas había acabado la carrera de abogada y envió una queja al Consejo del Poder Judicial y al Ministerio de Justicia, por responsabilidad patrimonial del Estado. Y reclamando 7.500 euros de indemnización para ella e igual cantidad para su hermana, por los daños morales sufridos. El Consejo señala que no es competente para analizar las decisiones del juez (eso debe hacerlo un tribunal superior), si bien entienden que las víctimas tienen razón. La última palabra en lo que respecta a la indemnización la tiene el ministerio.
Los abogados (incluido el de las hermanas, que reside en Vic, Barcelona) no saben nada del actual paradero de Anna y Teresa. Creen que se fueron de Canovelles y les han perdido la pista. Se fueron de la zona con la tristeza de ver morir a la madre con su pena añadida. Aseguran en su escrito de denuncia ante el Consejo que la impunidad del padre aceleró su muerte. En la actualidad, Francesc Corts sigue en la masía, solo, sin familia cercana y con su horizonte carcelario disipado. A veces abandona la casa para ir a Granollers. Y, de vez en cuando, visita a su abogado. La última vez, le dijo: “No sé nada de mis hijas, no sé dónde están... Ni si tengo nietos, y me gustaría verlos... ¿Tengo derecho?". El letrado no le respondió.
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