Los esclavos del patrón
La policía detecta más de un centenar de víctimas de trata explotadas en casas, campos y fábricas; la mayoría hombres, en un país sin recursos para atenderlos
Nunca los casi 17 kilómetros que separan Olivares de Sevilla habían sabido tanto a libertad. En plena madrugada de la Nochebuena de 2014, Adrian y Alexandru cubrieron a pie la distancia entre ambas localidades huyendo de los verdugos que los trajeron engañados desde Rumanía, prometiéndoles un sueldo de 700 euros a cambio de recolectar frutas y podar árboles. Los mismos que, una vez en España, los encerraron bajo llave en una casa del pueblo hispalense; los obligaron a dormir en una cuadra sin ventanas ni calefacción; los alimentaron una sola vez al día con las sobras de su comida y un trozo de pan duro; y los forzaron a realizar las tareas domésticas y a pelar cables para obtener el cobre de su interior. Convertidos ambos, en pleno siglo XXI, en esclavos de sus patrones.
Un informe del Centro de Inteligencia contra el Terrorismo y el Crimen Organizado (CITCO) del Ministerio del Interior, al que ha tenido acceso EL PAÍS, revela que las fuerzas de seguridad españolas detectaron 1.086 víctimas de explotación laboral y otras 159 de trata para este fin en solo dos años —2015 y 2016—. Decenas de personas coaccionadas para trabajar en condiciones ínfimas y denigrantes en casas, campos y fábricas. La mayoría, hombres de más de 35 años procedentes de países de Europa del Este. Aunque también de Portugal, Bolivia o Marruecos.
"En base a nuestra experiencia, en el sector agrícola se explota principalmente a víctimas llegadas de Rumanía, Lituania, Bulgaria o el Magreb. A las asiáticas las llevan a fábricas textiles, talleres o empresas cárnicas", explica un comisario de la Policía Nacional. Como cuando liberaron en el verano de 2015, en una operación conjunta con la Guardia Civil y Europol, a 23 paquistaníes que trabajaban de sol a sol en una red de más de 50 locales de kebabs distribuidos por Málaga, Sevilla, Córdoba, Granada y Jaén. "Los obligaban a cubrir jornadas continuadas sin ningún tipo de descanso y sin recibir a cambio ningún tipo de remuneración", detallan fuentes policiales, antes de añadir que dormían hacinados en habitaciones, con los colchones tirados sobre el suelo y cubiertos por mantas viejas.
Las reformas legales introducidas en 2010 y 2015 han permitido empezar a combatir la trata con fines de explotación laboral. Pero España aún tiene muchos deberes por delante. "Estos delitos pasan muy desapercibidos. No existe suficiente sensibilización y preparación para detectarlos y tratarlos", apunta Marta González, coordinadora de la ONG Proyecto Esperanza, que apostilla de inmediato: "Por ejemplo, no existe ningún Plan Nacional contra la trata laboral". De hecho, este fue uno de los grandes reproches del Grupo de Expertos sobre la Lucha contra la Trata de Seres humanos (GRETA), del Consejo de Europa, que requirió al Gobierno que elaborara un plan integral sobre esta lacra.
"Para empezar", se arranca Enrique López Villanueva, de la oficina del Relator Nacional contra la Trata, "habría también que definir claramente qué es la explotación laboral". "La legislación requiere una reforma que clarifique los conceptos sobre este tema", apostilla, antes de apuntar otra deficiencia existente. En España no hay recursos públicos para acoger a los hombres liberados de sus tratantes —solo una ONG tiene una pequeña red de viviendas—. "Muchas veces, tras rescatarlos, no sabíamos dónde llevarlos", apunta un alto mando de la Guardia Civil.
"A veces, no son conscientes"
Algunas víctimas tampoco se reconocen como tales. "Es un delito muy complejo de demostrar, que exige la denuncia de los afectados. Y, muchas veces, como vienen de países donde esas condiciones son casi normales, no son conscientes de la situación cercana a la esclavitud en la que viven", añaden fuentes de la Unidad Central Operativa (UCO) del instituto armado, en referencia a operaciones como la desarrollada contra la red de kebabs.
Pero los casos extremos también se suceden en España. Como el de Samira, una marroquí de 35 años que llegó a un cortijo andaluz con la promesa de un empleo, y acabó violada, encerrada y obligada a trabajar sin sueldo en las tareas domésticas y en el cuidado de la madre del propietario de la finca: "Me amenazaba y quemaba cigarrillos en la mano". O el de los rumanos Adrian y Alexandru que escaparon mientras sus tratantes, borrachos, humillaban a otra de sus víctimas —liberada posteriormente— durante la Nochebuena, obligándola a cantar y bailar a sus órdenes.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.