Un refugio anti-fobias
Eddy-G da refugio a personas LGTBI víctimas de violencia doméstica o inmigrantes
“Empecé a buscar un refugio cuando sentí que mi vida corría peligro. Mi marido me maltrataba. Aquí he encontrado un paraíso”. José Ángel habla acurrucado en la casa que la Fundación Eddy-G tiene en Madrid. No se llama así y solo cuenta que tiene 25 años y que llegó a España hace dos “de Sudamérica”. Como en las casas para mujeres maltratadas, la protección y bienestar de los albergados en este espacioso piso obliga a no dar su dirección.
“Pero mi padre, que siempre ha sido muy dominante, lo encontró”, dice Daniel Escobar, madrileño de 19 años, el más veterano en el hogar. Escobar deja entrever que los problemas en casa le obligaron a salir de ella, pero no cree que ser gay fuera el único motivo. Estudia dos carreras (Nutrición y Fisioterapia) y espera independizarse cuando acabe el curso.
La fundación ha hecho con él una excepción. “La idea es que estén aquí seis meses o un año, pro hemos decidido esperar a que termine de estudiar”, cuenta Fernando González Vázquez, de 56 años, quien, junto a su marido, Emeterio Lorente, de 61, puso en marcha y sufraga esta iniciativa.
“La casa lleva unos 10 meses abierta, pero empezamos a darle vueltas hace cuatro años”, cuenta Lorente. “La vida nos ha sonreído, y queríamos ayudar”, dice. En total, calculan que cada año les va a costar unos 50.000 euros, pero la idea es que el proyecto sea autónomo. “Tenemos tres apartamentos turísticos para hacer la fundación sostenible”, añade González. Y, además, tienen la ayuda de voluntarios y algunas iniciativas, como las fiestas que prepara para el 24 de febrero Sandra Figaredo en la sala Baila, Cariño de Madrid.
“Queríamos atender a tres perfiles de personas LGTBI [lesbianas, gais, transexuales, bisexuales o intersexuales]“, dice Lorente: “A los que echaban de casa o se iban porque ya no podían con la situación; a víctimas de violencia doméstica y a refugiados o inmigrantes”. Y de los tres tienen en las ocho plazas del Hogar Eddy, como lo llaman, por el que ya han pasado 13 personas. José Ángel y Escobar son dos ejemplos. “Que acepten hablar con vosotros ya es un logro”, dice Figaredo. Que el inmigrante no quiera hacerlo también es normal.
La casa se organiza por turnos, pero no son muy estrictos. Los cuartos son dobles, hay un amplio comedor y un enorme salón pegado a la cocina, moderna y despejada. “Yo soy el que más la usa”, dice Escobar. “Tengo la mano de mi madre y mi abuela”. Jason Villacis, un colombiano de 34 años que vive en la casa como encargado, lo confirma. “De legumbres, lo que más comemos son lentejas”.
Unos carteles al lado de la puerta de la terraza indican las tareas de limpieza que hay que hacer (fregar, regar, limpiar los ceniceros). Y la lista de la compra que va a hacer Escobar es larga como la de una familia numerosa. “Esto no es un hostal. Cada chico se le asigna un plan personalizado. Contamos con una trabajadora social, les damos educación psicológica, orientación laboral. El objetivo es que se hagan independientes”, cuenta González.
Maaian Lichtensztajn, la trabajadora social, admite, sin embargo, que hay fracasos. “Cada vez que les rechazan en un trabajo, por ejemplo. Hasta hace poco estuvo aquí una chica transexual y la discriminación que sufría era tremenda”. “Cada uno viene con su carga y sale con una herramienta”, resume.
“El objetivo es que les sirva como un trampolín para una vida independiente”, añade González. Escobar lo tiene claro. Trabaja en la clínica de una compañera, y su próximo objetivo es coger un piso con algunos compañeros de clase y seguir estudiando. “No le tengo miedo al futuro. Esto ha sido un paso, con días muy tranquilos y otros muy agitados”, dice, “en el que aprendes a convivir con gente muy distinta con historias muy diferentes”. José Ángel también acepta que le queda poco para irse: “Madrid es la ciudad de Europa en la que me sentí a gusto. He avanzado mucho en el año que llevo aquí. Ya es hora de que recupere mi vida”.
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