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Revueltas en el armario

La intromisión de los gobiernos en la indumentaria cuenta con una larga historia que esconde y muestra un complejo entramado de políticas y luchas sociales

Andrea Aguilar

Saquearon varias casas, se hicieron con armas, la turba llegó a las puertas del palacio. Y el rey, no desnudo como el emperador sino asustado, buscó refugio en Aranjuez. La imposición real, bajo peligro de cárcel y multa, de acortar las capas e implantar el sombrero de tres picos en la primavera de 1766 fue impulsada por Leopoldo de Gregorio —Esquilache, como era conocido en España el ministro de Carlos III— con la misma decisión con la que había liberalizado el comercio de cereales. Llovía sobre mojado: la carestía de los precios que la Corona intentaba paliar sin mucho éxito hacía cundir el descontento.

El cambio de indumentaria, para evitar que en el embozo de las capas pudieran esconderse armas y que los rostros quedaran escondidos bajo las alas del sombrero chambergo, era un proyecto heredado de Fernando VI. El llamado "traje español" que se pretendía abolir era en realidad un estilo importado de la guardia flamenca del general Schomberg en tiempos de Carlos II. El ministro Campomanes advirtió que confiscar las capas y sombreros provocaría "odio y grave murmuración entre las gentes", pero la revuelta que se organizó escapaba a sus cálculos. El conde de Fernán Núñez describió cómo "los alguaciles destinados a hacer cumplir esta orden, abusando de su ministerio, como sucede demasiado a menudo, atacaban a las gentes en las calles, les cortaban ellos mismos las capas, les sacaban multas y cometían otras tropelías".

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Dos siglos y medio después, los guardias de la Costa Azul este verano también han tratado de hacer cumplir las leyes (finalmente revocadas) que vedaban el uso del burkini en las playas, ellos sí bajo la omnipresente presencia de las cámaras de móviles y la atenta mirada de la sociedad hiperconectada. El revuelo no tardó en llegar y puso en evidencia las delicadas costuras de la política francesa. ¿Mucho ruido para tan poca tela? "La ropa tiene un significado político porque afecta a las relaciones entre ciudadanos. La vestimenta no es simplemente una cuestión privada o personal, implica la existencia de un mundo social intersubjetivo en el que uno se presenta y es visto por otros", sostiene Joshua I. Miller, autor de Fashion and Democratic Relationships.

La furia violenta y el hartazgo de los madrileños en el siglo XVIII por la intromisión de las autoridades en sus armarios con afán modernizador puede que sirva como un indicador del Spain is / was always different, pero lo cierto es que las leyes que han tratado de dictar la vestimenta de los ciudadanos cuentan con una larga historia. A menudo relacionada con el control del gasto y la limitación de la ostentación y el lujo, la ley suntuaria se remonta a la Grecia clásica de principios del siglo VI antes de Cristo, que estipulaba cómo debían ser los enterramientos y las bodas (las novias no podían tener más de tres modelos en su ajuar). Las transparencias estaban vedadas para las mujeres que no comerciaran con su cuerpo, y en Roma el tan controvertido velo empezó a ser usado solo por las mujeres casadas. La Lex Oppia de 215 antes de Cristo prohibía los trajes multicolores y las joyas con demasiado oro tratando de imponer cierta austeridad ante la crisis de las guerras púnicas. Julio César y Octavio Augusto determinaron que solo los senadores pudieran llevar togas con bordes morados, para diferenciarse del común.

Desde principios del siglo IX se multiplican las normas para relacionar la vestimenta con el rango social. El atuendo se convierte en símbolo de autoridad, profesión, casta o clase. La ropa no hacía al hombre, pero le significaba como rey, campesino, sastre, soldado o cura. Hoy día, según el informe de la Comisión de Movilidad Social del Gobierno británico de julio de este año, la corbata discreta y los zapatos negros tampoco hacen al banquero en la City de Londres, pero sin duda le significan. El descuido de unos zapatos marrones con traje oscuro solo puede aceptarse si se trata de un extranjero, y la corbata chillona parece ser obstáculo infranqueable en una entrevista de trabajo, algo incómodo y exagerado, en un contexto financiero que deja poco espacio para ironías. El vestido en su función distintiva, reflexiona Edmond Goblot en La barrera y el nivel, "borra desigualdades individuales; crea o consagra igualdades y desigualdades scoiales, y las manifiesta".

El intento de regular la vestimenta está encaminado al proyecto de control
de la apariencia social

Para la académica Danielle Peterson Searls, la expansión y el aumento de las leyes suntuarias en la Europa medieval están estrechamente vinculados con la llegada de lujosas telas de Oriente y el ansia consumista y aspiracional que trajo lo que denomina "cruzadismo chic". Sea cual fuera el origen, hasta el siglo XVIII estas leyes son una constante. Desde los monjes agustinos de Northampton, angustiados en el siglo XIV por la perversión de almas que intuían en la proliferación de zapatos en lugar de botas, hasta las luchas en Japón entre samuráis y comerciantes por el derecho a usar seda en su vestimenta (esta batalla se saldó en el siglo XVII con una ley que solo permitía lucir este tejido a nobles y samuráis, un 10% de la población), pasando por la orden de que los judíos del norte de Italia en el siglo XV lucieran un círculo amarillo de tela, o la imposición de Pedro el Grande de rasurar por decreto las barbas de sus súbditos, la historia del cuerpo legal relativo a las apariencias esconde y muestra un complejo entramado de políticas comerciales proteccionistas y luchas sociales. Ahí están las normas francesas que prohibían la importación de lanas inglesas, o la extensa ley que impuso el Parlamento de Enrique VIII en 1510 contra el uso de ropa cara gravado con una multa que podía recurrirse (y el rey podía otorgar licencias) que restringía el uso de determinadas telas en función de su color y calidad: solo el rey y su familia podían lucir sedas moradas, nadie que estuviera por debajo del rango de caballero podía llevar prendas azules o color carmesí.

En su libro Psicología del vestido, John C. Flügel trasladó algunos principios de Freud al armario demostrando que las prendas funcionan como una neurosis porque ocultan a la vez que anuncian el cuerpo, igual que la neurosis tapa y desvela lo que la persona no quiere decir cuando elabora síntomas o símbolos. Lo mismo puede aplicarse a nivel colectivo, y por eso las pugnas políticas en los armarios entre 1650 y 1800 en Europa cuentan mucho de esas sociedades, igual que las actuales batallas de indumentaria dicen de las nuestras. El intento de regular la vestimenta estaba encaminado, antes como ahora, al proyecto de controlar la apariencia social. "Existía una ética suntuaria que sostenía que es un derecho y función del Gobierno (sea Estado, iglesia, gremio o casa) regular el consumo en general y la vestimenta en particular", escribe el catedrático Alan Hunt en su estudio Governance of the Consuming Passions: A History of Sumptuary Law. "El impulso suntuario no solo ha sobrevivido en la transición a la modernidad, llegó al siglo XX, y las leyes han sido usadas para impulsar programas modernizadores más o menos autoritarios en países como Turquía, Irán o Singapur". Y sin embargo, ya había advertido Alexis de Tocqueville, en su viaje por América que el advenimiento de la democracia no trastocaba la pasión por el vestir: el joven régimen democrático demostraba estar más obsesionado con la apariencia, que la monarquía.

El sultán Mahmut II ejecutó a entre 6.000 y 7.000 jenízaros, desarmó al poder militar y eclesiástico e impulsó al funcionariado. Una ley suya de 1829 especificaba el atuendo que abolía las diferencias entre funcionarios y religiosos: todos llevarían el fez. Más o menos un siglo después, el líder modernizador turco Atatürk desterró el fez e impuso el uso de sombreros occidentales entre los funcionarios para limitar la influencia de los ulemas religiosos. En China, Mao Zedong se plantó en la plaza de Tiananmen en 1949 para anunciar la proclamación de la República Popular China luciendo el mismo estilo de traje que había usado el líder nacionalista Sun Yat-sen, esos pantalones sueltos y camisa larga con botones y cuatro bolsillos que marcarían la oscura uniformidad de la Revolución Cultural a partir de 1966. Respecto a la moda comunista, los utópicos proyectos soviéticos sobre vestimenta que artistas constructivistas como Liubov Popova y Varvara Stepánova trataron de hacer en la Rusia revolucionaria fallaron porque chocaron con la resistencia de las fábricas. Más suerte hubo con los "desvelamientos" públicos de mujeres musulmanas en Asia Central acometida por la URSS en 1927. Y a la inversa, en el Irán posterior a 1979 el código de vestimenta islámico impone el uso del pañuelo y un estilo que enfatice "la modestia", es decir, ausencia de escotes. Surge entonces la idea de la “moda como resistencia” a la que se refiere la periodista Azadeh Moaveni en Lipstick Jihad.

Los velos van cubriendo medio mundo, y los pantalones ‘short’ se hacen más cortos en el otro medio

La modestia, el pudor o la simple protección de la meteorología son, según los estudios antropológicos, insuficientes para explicar por qué el mono desnudo decide vestirse. "Está generalmente aceptado que el impulso principal en los pueblos primitivos viene del deseo de mostrar", sostiene James Laver en Gusto y moda. El ensayista y semiólogo francés Roland Barthes añade a las funciones del vestido la significación. Llevar un traje es fundamentalmente un acto de significación más allá de los motivos de pudor, adorno y protección. "En consecuencia, es un acto profundamente social instalado en pleno corazón de la dialéctica de las sociedades", escribe. Este planteamiento no ha sido pasado por alto en las sociedades contemporáneas. Basta echar una ojeada al armario global. Aunque quizá una determinada prenda deba perder parte de su peso o significado original para conquistar adeptos. Ahí están los pantalones caídos que llevaban los expresidiarios estadounidenses al salir de prisión, donde no estaba autorizado el uso de cinturones, y que hoy lucen millones de jóvenes occidentales; las chaquetas militares; o los caftanes y túnicas playeras.

Mientras los velos van cubriendo y alargándose en medio mundo, los pantalones short se hacen más cortos en el otro medio. En disputa queda el cuerpo de la mujer tironeado por la polarización de las tendencias. Barthes se refirió al estudio científico del etnólogo Kroeber de los trajes de noche en Occidente, que demostró que en indumentaria femenina se llega a los extremos cada 50 años, para explicar los tres ritmos que marcan el vestido, que, como la historia, tiene momentos puntuales, coyunturas y estructuras. Habrá que sacar el metro de Kroeber para entender en qué punto nos encontramos.

Desde la perspectiva actual, el gobierno o regulación del consumo puede parecer poco liberal o anticuado. ¿Pero existe la libertad de vestirse entre tanto dictado publicitario, presión social, advertencia sanitaria, y exigencia laboral en cuestión de atuendo? Los códigos de vestuario no han muerto, quizá se hayan privatizado y vuelto más confusamente sutiles. Así que conviene escuchar las palabras de Balzac: "Ya sea en el pie, en el busto, en la cabeza, siempre encontraremos formulándose bajo alguna parte de la indumentaria un progreso social, un sistema retrógrado o algún tipo de lucha encarnizada". Atentos a la pasarela, y no solo a la de Chanel en Cuba.

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Sobre la firma

Andrea Aguilar
Es periodista cultural. Licenciada en Historia y Políticas por la Universidad de Kent, fue becada por el Graduate School of Journalism de la Universidad de Columbia en Nueva York. Su trabajo, con un foco especial en el mundo literario, también ha aparecido en revistas como The Paris Review o The Reading Room Journal.

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