Choque de trenes
La votación de ayer, como la de mañana, revestía la misma emoción de un partido de curling, pero la jornada sirvió para aclarar que Pedro Sánchez ha decidido llevar hasta el límite su colisión con Mariano Rajoy.
No se ha repuesto del rencor ni de la animadversión personal, como tampoco ha asimilado el resultado de las elecciones, de forma que ha convertido el no en un dogma infranqueable que sobrentiende la convocatoria de unas terceras elecciones. De hecho, la posibilidad de que el PSOE se abstenga solo parece concebible en el caso de que se produzca un magnicidio político. O el sacrificio de Rajoy o la cabeza del propio Sánchez, especialmente si la perseverancia en el inmovilismo y el contratiempo de un nuevo desastre electoral —Galicia y Euskadi— revientan la disciplina del PSOE hacia su líder.
Ayer consiguió que lo aclamaran y que pareciera Sánchez un patriarca davidiano en el rancho de Waco. Se diría que los socialistas han elegido la autodestrucción. Y que Sánchez necesitaba justificar la negativa con otros argumentos diferentes de Bárcenas, la corrupción y la desigualdad. Por ejemplo, retratando a Rajoy como una amenaza a la democracia que aniquila las libertades, redacta las leyes a su medida y ejerce el absolutismo.
La sobreactuación y el tremendismo fortalecen el derecho a la posición refractaria, pero se diría que Pedro Sánchez, ágil y agresivo en el cara a cara, no se dirigía tanto a Rajoy como a los camaradas de su partido. Necesita comprometerlos en la disciplina del no, tanto mañana como en las sesiones de octubre. Es la manera de trazarse una nueva meta volante. Pedro Sánchez vive al día, a la hora, con el maillot hecho jirones.
No hay alternativa a Rajoy después de haberle amontonado 170 diputados y de haber convenido un proyecto de legislatura con el mismo partido, Ciudadanos, al que el PSOE atribuía una coincidencia programática del 80%.
Renegó Sánchez de Rivera y no quiso involucrarse en la trampa de Pablo Iglesias, cuya oferta de un Gobierno conjunto obedece a la dialéctica del maltrato político que el líder de Podemos ejerce sobre el colega socialista. Se acerca cuando está lejos y se aleja cuando esta cerca. Pudo hacer presidente a Pedro Sánchez cuando los números alcanzaban. Y ahora que los números no alcanzan aparece con las suturas de Frankenstein.
Y con el megáfono también, pues Iglesias recuperó el espíritu mitinero y rapero como argumento dramatúrgico de un duelo impostado y hasta simpático con Mariano Rajoy. Se gustan. Se necesitan. Y comparten la crueldad hacia el mismo enemigo.
La ejercieron ambos con autocomplaciente ingenio, aunque la socarronería de Mariano Rajoy despejando balones en la jornada del asedio polifacético —un pim, pam pum de feria— concedió un insólito relieve a la mesura de Albert Rivera. Parecía el líder de Ciudadanos el protagonista de la investidura y el candidato a La Moncloa, hasta el extremo de que fue necesaria su comparecencia en el estrado para conocer los extremos de un pacto que el presidente del Gobierno en funciones no ha considerado perentorio desvelar, quizá porque va a resultar estéril.
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