Federico Abascal, un periodista que nunca dejó de mirar a Europa
Tenía el don de encontrar siempre la palabra exacta para describir los hechos y definir las cosas
Federico Abascal nos enseñó al grupo de periodistas jóvenes que trabajamos con él en la revista semanal de Cuadernos para el Diálogo varias cosas importantes: por ejemplo, a relativizar los días históricos, a ignorar las broncas de los jefes y a examinar con desconfianza cualquier solemne declaración de un político. Y, siempre, a no aceptar que se quitara un átomo de importancia a la desgracia que había supuesto para España el triunfo del franquismo.
A su lado, desechamos el sectarismo como una peste contagiosa y peligrosa, capaz de destruir el trabajo de cualquier periodista, y aprendimos a valorar a las personas por encima de sus etiquetas ideológicas. Federico apreciaba sinceramente a muchos de los componentes de la UCD de Adolfo Suárez pero compartía mucho más las ideas de la izquierda socialista, así que sus crónicas políticas sobre la Transición siguen siendo, aún hoy, uno de los materiales más ricos para comprender lo que significó aquella época. Fue capaz de mantenerse insólitamente libre en todas circunstancias, frente al franquismo y sus enemigos y frente a la democracia y sus amigos.
Federico Abascal Gasset nació en Madrid el 1 de febrero de 1930. Era un periodista formado en la gran escuela de corresponsales de La Vanguardia (había cubierto desde Londres y desde Bonn el despegue de la Europa de la posguerra y el Mercado Común) y poseía un don: encontraba siempre la palabra exacta, a veces amarga, pero la mayoría de las veces irónica, para describir los hechos y definir las cosas. Era fácil que nos riéramos como locos mientras, sentados a su lado, le veíamos dar forma a toda la información que como activos enviados especiales a la calle acabábamos de depositar en su mesa, rodeada de una espesa humareda. Federico fumaba casi tanto como Santiago Carrillo, aunque detestaba los Peter Stuyvesant, de fabricación holandesa, que consumía el líder comunista. Él era fiel al Ducados. Peridis, con quien mantenía maravillosas conversaciones semanales para darle las claves de la ilustración que acompañaría su crónica “cavernícola”, llegó a dibujarle en la misma nube tóxica que acompañaba siempre a Carrillo.
Abascal, oculto tras una barba que ya empezaba a encanecer y unos ojillos penetrantes e inesperadamente serios, tenía una capacidad especial para fijarse en el gesto, en la frase que definía mejor que cualquier otro a los políticos de la época y disfrutaba, y hacía disfrutar a todos con su sorna. Ángel García Pintado, Vicente Verdú, Luis Carandell, José Luis Cebrián, Enrique Bustamante, Eduardo Barrenechea, Pedro Altares (el director), todo aquel extraordinario equipo de periodistas se acercaba al escuchar nuestras risas. Pero sobre todo atendían a sus análisis de fondo: Federico nunca permitía que su enorme capacidad literaria ocultara el sentido real de lo que ocurría detrás de esas frases o esos gestos. No es fácil encontrar una crónica suya en la que no exista una referencia a Europa, a la posición de los países que fueron más decisivos en el desarrollo de la transición política española, algo muy poco frecuente entonces. Abascal nunca dejó de mirar a Europa y de estudiar lo que había ocurrido en el siglo XX y siempre nos pidió que rompiéramos fronteras: las de la información (participó en la publicación del borrador de la Constitución) y las territoriales. Su muerte ha ocurrido cuando esas fronteras vuelven a levantarse.
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