La Administración como “hospital de campaña”
Se considera ya una práctica natural el refugio de los leales a las siglas en las instituciones públicas
La frase que mejor resume la politización de la función pública la pronunció Mariano Rajoy en 2003 a un exalcalde de su ciudad: “¿Tú qué quieres en política?”.
En sus años como alcalde de Pontevedra, José Rivas Fontán recibió la visita de Lino Portela, un hombre de Alianza Popular. Rivas era alcalde como independiente por AP tras haber sido el primer regidor de la democracia con UCD. Ese día, según cuenta en sus memorias, Rivas prestó atención. Tenía que hablar con una persona “muy nuestra, muy del partido”. Se trataba de un constructor llamado Benigno Esperón.
-Tenemos un problema muy importante con Benigno —le dijo Portela—. Dio 500.000 pesetas a Rajoy para la campaña. Lo único que pidió fue que lo mantuvieran como contratista del Hospital Provincial, para arreglar las averías y los problemas que fueran surgiendo. La Diputación acaba de prescindir de él y Benigno está desesperado.
Lo que se pretendía desde el partido era que el Ayuntamiento le concediese una licencia polémica en una zona privilegiada de la ciudad, cosa que finalmente se hizo “porque era legal”, dice el exalcalde. La historia, en la que se denuncia la aportación interesada de dinero al actual presidente del Gobierno, la acaba de hacer pública el entonces alcalde de Pontevedra en un libro que es dinamita, Solo Rivas Fontán (Alvarellos, 2016), escrito por el periodista Adrián Rodríguez. Dinamita no tanto por el personaje, que fue también diputado constituyente, sino porque pocas veces un político accede a contarlo todo de forma tan transparente.
En esas páginas se encuentran, además, todas las pistas que conducen al colapsamiento de credibilidad del sistema, empezando por la politización de la administración pública. La que ocurre en los márgenes, con los contratos externos a gente “muy nuestra, muy del partido”, y la que sucede dentro de la propia administración, cuando a cada relevo de gobierno le sucede uno aún más vigoroso: el de la gente del partido. Lo explicó gráficamente la política más gráfica, quién si no, de España, Esperanza Aguirre, cuando defendió ante el PP nacional que después de la derrota de 2004 fue ella la que convirtió a la Comunidad en un “hospital de campaña” en el que ir desembarcando a los cargos que se habían quedado sin sueldo.
En 2012, el profesor José Antonio Gómez Yáñez exploró la cuestión en un trabajo en este periódico: “Tras el mal funcionamiento de las instituciones hay una raíz: los partidos. El país se ha gripado por la política, y la política se ha gripado porque los partidos han evitado ponerse normas sobre su funcionamiento interno”. En Politikon, Roger Senserrich aporta otra clave: “La selección de élites no se ve perjudicada sólo en este aspecto, sin embargo; la politización de la administración debilita enormemente los mecanismos de rendición de cuentas dentro de un partido”. Una de los méritos que se atribuyeron desde el PP a Ana Mato para ser mombrada ministra de Sanidad fue su enorme capacidad de trabajo en la organización de mítines, su lealtad al partido y su sacrificio de muchos años dando la cara en asuntos que afectaban al PP. Aspectos todos ellos valorados convenientemente.
Si esto ocurría en el ministerio de Sanidad, es fácil adivinar de qué forma se cubren puestos secundarios hasta dejar una administración puesta al servicio del partido de turno, como ocurre en Andalucía con el Partido Socialista. No sólo en lo concerniente a los que históricamente se han repartido el poder central, PP y PSOE. También en el Ayuntamiento de Madrid o en el de Barcelona, la politización es evidente; se considera una práctica natural, no censurable, y ése es el mayor éxito del bipartidismo: convertir la administración en un refugio de leales a las siglas.
Es famoso el caso del expresidente de la Diputación de Ourense (cuyo hijo ocupa ahora ese cargo): prometía puestos de trabajo a quien le mostrase su lealtad y le diese su voto, de tal manera que una campaña la pasó con un recorte de prensa en el que se denunciaba su enchufismo diciendo que esa era la prueba de que cumplía sus promesas. A través de contratos temporales o de oposiciones calificadas por un tribunal formado por sus propios enchufados, tal y como informa la periodista Cristina Huete, Baltar politizó no ya las instancias desde las que se dirigía la Administración sino puestos de portero, limpiadores, chóferes, telefonistas y peones de obra. Todos eran afines o miembros del partido. Y todos debían de tener sitio, al punto de que un edificio cultural llegó a tener 33 porteros, varios de ellos acumulados en un salón.
Cargos de confianza
Existe un libro, The politics of presidential appointments, de David E. Lewis, que cita Victor Lapuente en EL PAÍS para retratar esta situación. De esta forma, el verdadero problema “no es tanto que las personas nombradas políticamente sean menos ‘capaces’ que los funcionarios de carrera (…) El problema principal es que la existencia de un número elevado de cargos que dependen de la confianza de sus superiores políticos genera incentivos negativos en todos los niveles organizativos. Los que están arriba no tienen ni el tiempo ni los incentivos suficientes para invertir esfuerzos en adquirir los conocimientos adecuados para gestionar de forma eficiente el área bajo su dirección. Los que están abajo (y no pertenecen al partido o a la facción gobernante) carecen de incentivos para dar lo mejor de sí mismos e intentar progresar en la jerarquía organizativa. De esta forma, en lugar de una orientación hacia los resultados, cunde la desmoralización en la tropa y el cultivo de las relaciones políticas y personales entre los oficiales”.
El problema de España, advierte Lapuente, doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de Oxford, es que además de que los partidos políticos han colonizado la administración pública, paradójicamente la política ha sido colonizada por administradores públicos.
Teoría toda que queda plasmada en otra escena hecha pública por Rivas Fontán, el exalcalde de Pontevedra. Lo recibió en 2003 en el edificio de la Vicepresidencia del Gobierno Mariano Rajoy tras ver incumplida la promesa de que Rivas sería presidente de la Diputación de esa provincia. “He hecho el ridículo en la ciudad, a ver qué digo cuando vuelva”. “Cara de cartón”, le recomendó el hoy presidente del Gobierno. Pero además, para reparar el daño, Rajoy preguntó: ”¿Tú que quieres en política?”. Rajoy, según Rivas, le sugirió la presidencia del Puerto de Marín, que había sido ya adjudicada a un amigo del propio Rajoy, Juan Luis Pedrosa, “pero se puede arreglar”. “Yo del mar no sé nada”, respondió Rivas. “Bueno, ¿pues entonces qué quieres?”. Acordaron un puesto en las listas al Congreso para no soportar el “ridículo” de quedarse en Pontevedra. Cuando se conocieron las listas, Rivas no estaba.
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