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Los señores turcos de la droga

Los posición geográfica de Turquía la convierte en la vía de entrada en Europa de la heroína procedente de Afganistán

Vídeo: Andrés Mourenza
Andrés Mourenza

Una noche tibia en la costa de Marbella. Un Renault 7 aparcado junto al mar. Al fondo se divisan las luces del Peñón. Un porrillo. Cuatro amigos. Y a cada calada, mayor sensación de libertad. Atrás queda una cadena perpetua por militancia política, allá en Turquía. “No quiero volver, no quiero morir en otro país que no sea este”. Rauf aspira del canuto y su mirada regresa a aquella noche de inicios de los ochenta. La noche estrellada, la brisa del estrecho. “España era entonces el paraíso. Podíamos entrar sin visado, y se vivía mucho mejor que en el norte de Europa. La droga se conseguía fácil y la heroína se vendía cara”. Rauf (que oculta su verdadero nombre) fue uno de los testigos de cómo su compatriota se hizo con el mercado de la heroína en una España que se inyectaba en vena los primeros años de libertad y democracia.

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Fuero los babas (padres o padrinos mafiosos) de esa generación, formada por hombres como Urfi Çetinkaya, los integrantes del clan Baybasin o Sedat Sahin, los que ascendieron de las calles del barrio en Turquía hasta convertirse en los barones de la droga en Europa. Pero, ¿cómo pudieron estos delincuentes que no eran especialmente brillantes y algunos de los cuales apenas sabían leer y escribir extender de tal manera su reinado?

Autores como Ryan Gingeras consideran que, del mismo modo en que el petróleo forjó estados como Arabia Saudí, Irán y Azerbaiyán, “resulta imposible entender la construcción de la moderna República de Turquía sin tener en cuenta el papel de las fuerzas locales, nacionales y transnacionales relacionadas con los flujos de heroína que atraviesan Asia Menor”. Muchos otros creen esta afirmación exagerada, pero no hay duda de que la posición geográfica de Turquía, como broche del llamado Creciente de Oro de la producción de opio (Afganistán, Pakistán e Irán) y enlace con el mercado europeo, ha jugado un papel trascendental.

En un día se incauta lo que en España en un año

A.M.

Desde las audaces operaciones de los noventa, como el envío del buque Kismetim-1 cargado con 3,1 toneladas de base de morfina y el Lucky-S, con 2,5 toneladas de morfina y otras 11 de hachís, las tácticas de los turcos se han vuelto más prudentes, ramificando sus rutas de entrada a Europa, especialmente desde que en 2013 la heroína volvió a fluir a tutiplén desde Afganistán para una Europa que cada vez se puede permitir menos drogas de diseño. A pesar de lo cual, las incautaciones dan cuenta de la magnitud que ha vuelto a adquirir el narcotráfico: este viernes se decomisaron 308 kilos en la capital, Ankara, y 152 en Van, provincia fronteriza con Irán.

Más en un día que España en todo un año. “Pongamos que, cada año, entran 100 toneladas de heroína, morfina u opio en Turquía —explica un miembro de las fuerzas de seguridad—. Unas 5 ó 10 las incauta la policía. Otras 5 se envían en barco a Ucrania, otras pasan a través de Bulgaria, otras por Grecia y desde ahí se hacen envíos más pequeños, algunos precedidos de vehículos con alijos menores para que la policía los detenga a ellos y no a la carga superior”.

Algunos chivatazos logran capturas mayores como el que se rumorea que estuvo tras el decomiso de un total de 2,5 toneladas en tres alijos hallados en Atenas y la frontera greco-turca durante el verano de 2015. La heroína, se sospecha, pertenecía a una operación conjunta entre el mafioso holandés Dino Soerel y el propio Çetinkaya y se cree que quien dio la voz de alarma fue el traficante Ali Ekber Akgün, disidente de la organización del primero y acogido por el clan turco de los Sahin. Este hecho motivó un ajuste de cuentas entre diversas bandas turcas y kurdas que en los últimos dos años han dejado un reguero de al menos una docena de asesinatos a lo largo y ancho del globo: Panamá, Málaga, Ámsterdam, Estambul…

Es la muestra que desde su silla de ruedas, “El Paralítico” Çetinkaya ha seguido rigiendo su imperio (aunque algunas fuentes apuntan a que está muriendo y que se prepara su sucesión) como también han seguido haciendo otros narcos turcos que, curiosamente, han dado de igual forma con sus huesos en una silla de ruedas: Abdullah Baybasin, Cemal Nayir o Cumhur Yakut.

En 1970 dos cuestiones traían de cabeza a los diplomáticos estadounidenses en Estambul y Ankara, según se desprende de los cables que enviaban al Departamento de Estado. Una eran los hippies, con Turquía como una de las primeras paradas del viaje que les llevaban al interior de Asia. La otra era la producción de opiáceos, pues el presidente Richard Nixon estaba convencido de que la mayor parte de la heroína que se consumía dentro de EEUU y por parte de sus soldados en Vietnam era de origen turco. En Anatolia, el cultivo de adormidera, iniciado durante el siglo XIX, alcanzó tal importancia que incluso una de sus provincias se llama “Opio” (Afyon, en turco) y aún hoy la pasta que se extrae de sus bulbos, el hashas, se utiliza para la elaboración de dulces.

El Gobierno turco regulaba la producción, destinada al sector farmacéutico, pero a menudo los agricultores colocaban sus excedentes en el mercado negro, entonces controlado por el grupo de traficantes marselleses y corsos de la French Connection. Sin embargo, un año más tarde, en 1971, los militares turcos daban uno de sus habituales golpes de estado, cosa que aprovechó Washington —siempre en buena sintonía con los generales del país euroasiático— para convencer al nuevo Gobierno de Ankara de que decretase la prohibición total del cultivo de adormidera. Esta decisión supuso el inicio del fin para la mafia gala de la heroína, que se vio privada de suministros, y el inicio del auge de la turca.

En esa década, Urfi Çetinkaya fue uno de los millones de turcos que abandonaron el mundo rural de Anatolia para emigrar a Estambul en pos del mito que aseguraba que sus calles estaban cubiertas de oro. La mayoría se dio de bruces con la realidad de una ciudad hostil. Pero él, en los bajos fondos de los barrios de Taksim y Aksaray, se las arregló para hacer fortuna con las loterías ilegales y el contrabando de cigarrillos y armas.

Heroína a cambio de armas

Turquía se desangraba mientras los grupos de izquierda y de derecha se tiroteaban por las calles en un clima creciente de violencia. Perfecto para hacer negocios. “Según nuestra información, las drogas salen de nuestro país y, en su lugar, entran armas. Pero el contrabando es un tema tabú dado que sabemos que algunos mandos militares y de aduanas están involucrados”, indica un informe de los servicios secretos turcos de la época.

A inicios de 1981, el hotel Vitosha de Sofía (Bulgaria) fue escenario de la reunión de algunos de los más importantes capos turcos, liderados por “Oflu” Ismail Hacisüleymanoglu, y representantes de familias italianas, albanesas y sirias, con la aparente intención de repartirse el terreno de juego en Europa.

El opio fluía en cantidades cada vez mayores desde Afganistán para financiar la guerra de los muyahidines contra el gobierno prosoviético de Kabul y, sólo unos meses antes, la bota de los militares se había impuesto nuevamente en Turquía, enviando al exilio a miles de militantes de la ultraderecha y de las diversas izquierdas. Muchos de ellos eran expertos en el manejo de armas y algunos terminaron por reciclarse en el crimen organizado. Primero fue el cobro del impuesto revolucionario en nombre de los grupos políticos a los que pertenecían, luego se pasó a extorsionar a otros miembros de su comunidad —un estudio de la organización Halkevi en 2002 reveló que el 65 % de los negocios el noreste de Londres pagaban a diversas bandas de kurdos y turcos en concepto de “protección”— y se terminó en el lucrativo negocio de la heroína.

Aquellos que habían pertenecido a grupos ultraderechistas como los Lobos Grises lo tuvieron más fácil, pues aunque sobre sus espaldas pesaban numerosos crímenes, los militares turcos no olvidaban la labor prestada a la patria en su lucha contra el comunismo. “La policía hacía la vista gorda porque sabía que éramos Lobos Grises, que ayudábamos a Turquía”, reconoce un antiguo pistolero.

Gángsters con gobernantes

Así, algunos obtuvieron su particular patente de corso para iniciarse en el tráfico de estupefacientes. Un caso paradigmático es el de Abdullah Çatli, alias “el Jefe”, dirigente de la ultraderecha y colaborador de Ali Agca –el terrorista turco que intentó asesinar al Papa Juan Pablo II-. Residió en varios países europeos, donde se le encargó el asesinato de diversos miembros del grupo armado kurdo PKK y de la organización armenia ASALA. A cambio se le pagaba en heroína y pasaportes diplomáticos.

Tras penar en cárceles de Suiza y Francia acusaciones de narcotráfico, el nombre de Çatli reapareció en los telediarios en noviembre de 1996: había fallecido en Turquía al chocar el vehículo en el que viajaba acompañado por un subinspector de policía y un diputado del partido gobernante, el centroderechista DYP. El escándalo de Susurluk, como se llamó a estos hechos, “sirvió para sacar a la luz que ciertas personas infiltradas en el Estado se servían de métodos extraoficiales e ilegales para defender sus intereses”, explica el exministro Fikri Saglar, uno de los diputados que dirigió la comisión de investigación parlamentaria sobre el caso.

Las relaciones llegaron a ser tan espurias que un eminente diputado como el islamista Halit Kahraman fue detenido por la policía alemana y el senador nacionalista Kudret Bayhan por la alemana, ambos cargados de morfina y heroína. Incluso un tribunal alemán acusó en 1997 a la viceprimer ministro turca, Tansu Çiller, de estar implicada en el narcotráfico.

“El primer ministro Mesut Yilmaz decía que la policía turca era la más eficaz del mundo pues en Turquía se efectuaba el 34 % de las incautaciones de heroína de todo el mundo –relata Saglar-. Pero eso sólo da una idea de la dimensión del problema. En 1996 decomisamos 25 toneladas de heroína, pero se cree que en total pasaron por Turquía 500 toneladas”.

La excusa de la cooperación entre el Estado turco y organizaciones criminales era que esos gángster vinculados en muchos casos a la ultraderecha ayudaban en el conflicto contra los kurdos. Pero la guerrilla kurda tampoco se quedaba corta en su utilización de la droga, apoyándose para ello en mafiosos como Behçet Cantürk o Hüseyin Baybasin. Ambos nacieron en Lice, una localidad de gestos adustos que es también uno de los principales centros de cultivo de marihuana en Turquía y el lugar donde fue fundado el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), la organización armada del nacionalismo kurdo en Turquía.

Los contactos con el PKK —organización a la que el propio Baybasin reconoció financiar— y de este grupo con ASALA le dieron acceso a grupos armenios que controlaban importantes puntos de acceso de la droga a Turquía a través de Siria, Azerbaiyán e Irán, así como a la distribución en ciudades de Francia, Bélgica, Holanda, Alemania e Inglaterra, donde las diásporas kurda y armenia tienen fuerte presencia. En este último país, Baybasin llegó a ser conocido como “el Emperador” y, según la policía británica, a finales de los 1990 controlaba el 90 % de la heroína que se distribuía en el Reino Unido.

Al calor de la guerra sucia y la corrupción imperante durante los noventa en Turquía, todas las fronteras y límites se desdibujaron. “Incluso la mafia rusa decidió en 1992 que la vía de entrada de la heroína fuese Turquía antes que Rusia, pues el conflicto con el PKK (en la zona suroriental del país, fronteriza con Irán) facilitaba su llegada a Europa”, sostiene Saglar: “Pese a que en esa zona regía el estado de excepción, los camiones de la droga pasaban sin ser molestados y eran protegidos al mismo tiempo por oficiales del Ejército y militantes del PKK”.

La leyenda de "El Paralítico"

El propio Urfi Çetinkaya, quien en el reparto de las mafias se hizo con el control de la Península Ibérica, se apoyaba en los clanes kurdos en Europa a la vez que en su país posaba orgulloso junto a un general del Ejército y al diputado Kamer Genç, del partido socialdemócrata SHP, como muestra una foto de la época. Quizás ahí radica la respuesta a la pregunta que el ministro del Interior español, Jaime Mayor Oreja, se hacía en el año 2000: “¿Pero este hombre vive en la legalidad?”. El baba turco, apodado “El Paralítico” desde que una bala lo postrase en una silla de rueda en 1988, escapó a la Justicia española pese a haber sido detenido in fraganti hasta en cuatro ocasiones. Sobrevivió al juego del perro y el gato con la policía española y a la vida de pistolas sin licencia, putas y bares de copas desde los que se compraban y vendían los cargamentos sin tocar la droga o se lavaba el dinero en pisos adquiridos en La Manga del Mar Menor.

Fue el propio Çetinkaya —aseguran en su entorno— el que en 1995 ordenó matar en Madrid a Ekrem Turmus, del que sospechaba pese a ser su primo carnal: durante cuatro días sus hombres lo torturaron y desgajaron poco a poco sus extremidades, para después quemar su cadáver y dárselo de comer a los perros en un vertedero de Valdemingómez.

A su vuelta a Turquía, a finales de los noventa, Çetinkaya se preciaba: “En España me conocen tanto como conocen al Rey”. Los turcos lo detuvieron en 1999 y nuevamente en 2000, y la Fiscalía llegó a pedir por él 420 años de cárcel, pero supo esquivar a la Justicia cuando le convenía y desaparecer cada vez que lo buscaban. Todavía, logró que el Estado turco le pagase 10.000 euros por haber violado sus derechos durante un juicio.

Rauf da otra calada a su porro. Aunque él, asegura, no se involucró en el narcotráfico de los turcos en España, sí que movió por los mismos bajos fondos y finalmente tuvo que regresar a Turquía. Ahora vive en un barrio humilde de Estambul, una casa vieja que huele a sueños rotos y a promesas incumplidas. Otros, cuyos negocios de la droga aún siguen sembrando las calles de cadáveres, viven en lujosos chalets. Algunos incluso se han dejado respetables barbas de hombres devotos —en sintonía con los tiempos políticos que corren en Turquía— y cuando mueren miles de personas acuden a sus funerales, presididos por representantes políticos y empresariales. Sus vecinos, entre los que reparten dinero y para los que construyen colegios, les profesan respeto y el poder les teme, pues sus palabras pueden segar carreras. Como siempre, los nombres de los generales son los que adornan las avenidas de la historia. Los soldados, en cambio, abonan anónimos y silenciosos las cunetas.

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