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Corrupción: delitos y faltas

La política tiene medios para castigar a quienes se enriquecen indebidamente, escurriéndose por los artículos del Código Penal

Gorka Lejarcegi

1. Siempre ha habido corrupción pública en España y, con la llegada de la democracia, no sólo no se cortó su práctica (como algunos ingenuos esperaban), sino que se intensificó con una nueva variante: la realizada en beneficio de los partidos políticos, que, además de enriquecerse o al menos autofinanciarse, con su influencia servían de cobertura a corruptos y corruptores garantizando a todos la impunidad. Tal fue la gran innovación de los nuevos tiempos: la politización del fenómeno, que dejó de ser un negocio esporádico personal de empresarios, funcionarios y autoridades para convertirse en una operación generalizada que engrasaba el funcionamiento del sistema. En lo que va de siglo el proceso se ha acelerado y la confianza en la impunidad ha propiciado la desfachatez.

A todo el mundo le iba bien. Los partidos que controlaban las cajas públicas no tenían otra preocupación que la de impedir que aparecieran otros nuevos y les pidieran las llaves; los políticos estatales, comunitarios y municipales no se contentaban naturalmente con colaborar en la financiación de su partido y se enriquecían personalmente sin el menor disimulo. El urbanismo y la contratación administrativa eran dos minas inextinguibles de fácil explotación. Los empresarios, por su parte, se plegaban con gusto a cualquier exigencia por desorbitada que fuese dado que el sobrecosto lo pagaban los usuarios de los servicios y los consumidores con aumentos de precios y descenso de calidad. Todo iba sobre ruedas y aquello parecía no tener fin hasta que el aparato, desmesuradamente acelerado, terminó de súbito descarrilando en una curva de la crisis. ¿Qué ha pasado realmente? Y, sobre todo, ¿por qué ha pasado?

2. Por lo pronto, los españoles empezaron a enterarse de que la corrupción no era un pecado exclusivo nuestro, puesto que también se practicaba en otros países que por modélicos se tenían y que, aún más asombroso, no era un fenómeno propio de la política, sino que se extendía a todas las actividades públicas y privadas imaginables, incluso al fútbol. La corrupción en lugar de discriminarnos nos hacía universales. Ahora bien, mayor peso que estas razones de psicología de masas tuvo la crisis económica. Porque si hasta entonces los expolios habían sido tolerados con irónica complicidad (“ahora les toca robar a ellos, mañana nos tocará a nosotros”), con la degradación económica empezó a doler más el coste de los sobreprecios causados por la corrupción.

Sea cuales fueran las causas psicológicas individuales y sociales, el caso es que se pusieron en marcha unos procesos públicos antes desconocidos. Inesperadamente aparecieron grupos y partidos políticos absolutamente limpios de corrupción aunque sólo fuese porque nunca habían tenido la oportunidad de aprovecharse de ella. La emergencia de estos nuevos actores rompió las reglas del juego. Porque si hasta entonces todos los participantes habían suscrito en un movimiento de autodefensa un pacto de no agresión, los recién llegados no estaban dispuestos a hacerlo ya que no tenían nada que ocultar. Cada día se destapaba alguna alcantarilla, a cual más pestilente, y los ciudadanos terminaron embriagados con su morbosidad.

No se trataba, sin embargo, de un mero fenómeno electoral. Lo más sorprendente ha sido el cambio del comportamiento de las instituciones públicas. Tradicionalmente los policías tenían noticias de lo que estaba sucediendo, pero nada decían ni hacían porque el Gobierno de turno no quería tirar piedras sobre su propio tejado; mientras que los jueces practicaban la virtud del silencio y eran artistas consumados a la hora de arrastrar los asuntos que por casualidad caían en sus juzgados. Mas he aquí que en el siglo XXI la policía está haciendo públicas las tramas más pavorosas tanto de la oposición como del Gobierno y los jueces no dejan tranquilo, del Rey abajo, a ninguno. Pero, eso sí, con la más asombrosa desigualdad: a unos se les manda a prisión (previo aviso a los medios) a las cuatro horas de haber sido denunciados y otros siguen paseando por la calle cuatro años después de haberse iniciado las diligencias oficiales contra ellos. Los molinos de la justicia trabajan día y noche, pero de sus piedras poca harina sale.

Con la degradación económica empezó a doler más el coste de los sobreprecios de la corrupción
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3. En resumidas cuentas: si no han cambiado mucho las prácticas corruptas (salvo en su realización efectiva porque actualmente deben extremarse las precauciones), ha aumentado en cambio, prodigiosamente, la percepción popular de ellas. Los policías y jueces las persiguen con saña y los ciudadanos las atienden con obsesión, hasta tal punto que si antes no querían saber que había políticos corruptos, hoy no quieren creer que los hay decentes.

Pasar de un extremo a otro no significa, sin embargo, que haya mejorado la situación. Para aliviarla, ya que nadie puede soñar con erradicarla, habrían de darse ciertas condiciones todas difíciles y algunas imposibles. Para empezar habría que rechazar política y socialmente las “corrupciones legales”, perpetradas al amparo de lagunas normativas y con abuso del derecho. Estas modalidades, innumerables y cuantiosas, son toleradas con aparente resignación y mucha hipocresía a pesar de ser tan reprochables como las ilegales o criminales. La sociedad y la política tienen medios para castigar a quienes se enriquecen indebidamente escurriéndose habilidosamente por entre los artículos del Código Penal, pero se abstienen de hacerlo cuando no se trata de delito.

La policía está haciendo públicas las tramas más pavorosas tanto de la oposición como del Gobierno

Lo importante, por tanto, es no identificar corrupción y delito, pues no todas las corrupciones son delictivas. Cuando se admite esta equiparación, como sucede actualmente entre nosotros, el corrupto real tiene la salida de acudir al juez jugando con la probabilidad de que no va a ser condenado y de que la presunción de inocencia le sirva como burladero para escapar de las astas de la indignación social. La presunción de inocencia no puede nunca excusar una práctica corrupta real, que es lo que cuenta. El resultado es que con el pretexto de que no se trata de ilegalidades, o de crímenes, nadie exige hoy responsabilidad a los más notorios corruptos.

Claro que todavía queda por aludir otra condición, si no imposible, desde luego inimaginable, a saber: que las instituciones públicas hagan suyo este clamor social y obren en consecuencia. Concretamente, que los partidos castiguen a sus miembros corruptos y no participen del botín ni encubran a los saqueadores, como es su costumbre; que los servicios de investigación actúen con imparcialidad; y sobre todo, que los jueces y fiscales cumplan con su deber. Algo aparentemente tan sencillo y de hecho tan irrealizable como la más descabellada de las utopías. En este punto no hay motivos para el optimismo. Desde el canciller Ayala en el siglo XIV hasta ayer por la noche la realidad española es una novela picaresca y la historia sigue corregida y aumentada.

Alejandro Nieto es autor de Corrupción en la España democrática.

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