_
_
_
_
_

Juan Pablo Fusi: “En España la situación es seria y preocupante”

Formado en Oxford, es uno de los referentes de la historiografía española. Un nuevo libro disecciona su trayectoria

José Andrés Rojo
El historiador Juan Pablo Fusi en Madrid.
El historiador Juan Pablo Fusi en Madrid. Samuel Sánchez

El rigor académico, un inmenso caudal de lecturas, su larga experiencia como docente y una importante bibliografía, en la que se mezclan trabajos de investigación con brillantes ensayos de divulgación, han convertido a Juan Pablo Fusi (San Sebastián, 1945) en uno de los referentes indiscutibles de la actual historiografía española. Formado en Oxford con Raymond Carr, donde fue después director del Centro de Estudios Ibéricos del St Antony’s College, es catedrático emérito de la Universidad Complutense y enseñó también en las de Cantabria y el País Vasco. Fue director de la Biblioteca Nacional, del Instituto Universitario Ortega y Gasset y de la Fundación del mismo nombre. “Mi generación ha estado ‘a la sombra de la democracia’, por servirme de una idea del británico David Cannadine, que dice de los historiadores de su país que han estado a la sombra de Churchill”, comenta. “Qué pasó para que fracasara la República y se produjera la Guerra Civil, y qué había que hacer para restablecer una democracia que fuera estable tras la dictadura: ésa ha sido la preocupación que nos define”. Fusi acaba de publicar Breve historia del mundo (Galaxia Gutenberg), donde sintetiza admirablemente cuánto ha pasado desde la Edad Media hasta hoy. Además, un libro colectivo Juan Pablo Fusi, el historiador y su tiempo (Taurus) que han coordinado María Jesús González y Javier Ugarte disecciona su trayectoria.

P. ¿Cuáles son sus credenciales como historiador?
R. Tengo que ver con lo que se llama empirismo británico: el horror a las generalizaciones y la exigencia de que las afirmaciones que sean verificables. No usar lenguajes aparatosos, no abusar de los conceptos de clase. Raymond Carr fue muy importante. Y también Isaiah Berlin. Me interesa su crítica del determinismo: su idea de que la historia es azarosa e irrepetible amplía la libertad del individuo. Trabajé también muy intensamente con el grupo de historia social de Oxford.
P. Dedicó mucho tiempo al País Vasco y subraya su pluralismo. ¿No es extraño con un nacionalismo tan fuerte?
R. A partir de 1880 la industrialización y la modernización rompen el País Vasco etnográfico. Hay una llegada masiva de trabajadores y una ruptura del tejido tradicional con la industrialización masiva de la ría de Bilbao, y empiezan a coexistir varias culturas y subculturas políticas. El pluralismo es lo que define a la sociedad vasca de entonces y conviven allí una cultura vasco española y una cultura euskaldun, hay liberales y conservadores, carlistas, socialistas, republicanos y nacionalistas.
P. ¿Por qué entonces la irrupción de ETA?
R. Los historiadores no podemos contestar a los porqué sino a los cómo y cuándo, que a veces puede ser otra manera de explicar el porqué. ETA surge en los sesenta por la falta de libertades en España durante el franquismo y como una reacción generacional, pequeña, y minoritaria, en el interior del nacionalismo a la pasividad del PNV, desaparecido en la clandestinidad y el exilio. Hay un temor evidente en sus primeros dirigentes a que el intenso desarrollismo de aquellos años fuera a acabar con cualquier conciencia de identidad vasca.
P. ¿Eran muy fuertes esas señas de identidad?
R. Esa conciencia identitaria nunca desapareció: la mantuvo una parte de la Iglesia, estaba en los deportes rurales, en la vida de las localidades pequeñas, en el euskera, aunque fuera declinante. Ese sentimiento, que parecía dormido y anestesiado, está en el surgimiento de ETA. Y la dureza de la represión que se da entre 1970-1975 favorece su legitimación no sólo entre los nacionalistas, sino también entre los que luchaban contra la dictadura.
P. Su interés por el nacionalismo, ¿viene de ahí?
R. Influye la preocupación por el País Vasco y por “las circunstancias” de España, por utilizar términos de Ortega. Mi primer libro es de 1975, y el establecimiento de la democracia y la reorganización territorial del Estado español son en ese momento cuestiones insoslayables. Había una idea que pesaba mucho: el supuesto fracaso de España como nación durante el siglo XIX y XX, que se había traducido en la destrucción de la República y la Guerra Civil. Toda mi generación se ha acercado a este asunto por diferentes caminos, estudiando la Restauración, el caciquismo, el movimiento obrero, la izquierda, la ultraderecha... La gran preocupación era conquistar una democracia estable.
P. ¿El peso de un Estado español fuerte provocó el surgimiento de los nacionalismos periféricos?
R. En España no hubo un nacionalismo fuerte. Así lo entendió Ortega cuando decía en 1916 o 1917 que del localismo que hay, había que hacer el nacionalismo que no hay. O Azaña, cuando al final de la guerra afirmaba que España no tuvo nunca un gran Estado como Francia: estaba pensando que no habíamos tenido escuelas, ni maestros que explicaran una idea del país, ni una acción del Estado que construyera carreteras por todo el territorio. El Estado español del XIX es débil, pequeño e ineficiente y no sirve como elemento de vertebración nacional. Así que no supuso ninguna presión para que surgieran los nacionalismos periféricos.
P. No sería un Estado fuerte, pero España no dejó de provocar incontables lamentos.
R. En términos académicos, el esencialismo español, ese agonismo trágico del 98, me parece agobiante e históricamente falso. Es un Estado débil, incluso se podría hablar de Estado fallido, pero no creo que haya una excepcionalidad española. Tal vez el error que produce tanto catastrofismo sea medirse con Gran Bretaña, Francia o Alemania. Si la comparación es con Italia, Portugal, los países del este de Europa o Grecia, se ve claramente que no estamos en la cola del furgón. Lo que es llamativo es esa gran crisis de conciencia nacional, ese dolor de España.
P. ¿Cuál es el peso de Franco en todo esto? Le dedicó una biografía.
R. Fue un encargo de EL PAÍS. El Franco que aparece ahí es un Franco distante, frío, anodino, mediocre. Y, fundamentalmente, un militar. Esto es importante porque, en ese Estado débil, fue el Ejército, y sobre todo el Ejército de Marruecos, el que termina encarnando el nacionalismo español. Nunca fue de masas, como el fascismo italiano o el nacionalsocialismo alemán, pero sí existió un Ejército que fue hostil al liberalismo, al sistema parlamentario, y luego a la República. Un Ejército que se identifica como la columna vertebral de España y que interviene con dureza cuando la ve amenazada. Eso le da carácter al régimen franquista: fue menos fascista que el fascismo italiano, pero infinitamente más represivo. La dictadura fue una amalgama de ideas de Falange, del catolicismo y del sentido de unidad, disciplina y orden de los militares.
P. ¿Puede hablarse de la dictadura como de un paréntesis en la historia de España?
R. R. No. Hay dos cambios importantes: el despegue económico y social de los sesenta; y la construcción de un fuerte sector público y una Administración poderosa con cerca de un millón de funcionarios. Poco a poco, la distancia entre una sociedad en vías de modernización y un régimen anacrónico es cada vez mayor. No es que la Transición ocurriera de manera automática, pero aquello no podía aguantar: no habría franquismo tras la muerte de Franco.
P. ¿De dónde viene su interés en tantas de sus obras por la cultura?
R. Es una de las contradicciones con mi formación anglosajona. El historiador Alan Taylor llegó a decir que Virginia Woolf carece de interés para el historiador. Pero los de mi generación estuvimos en esto, íbamos a jugar a los intelectuales en la facultad con Camus debajo del brazo, y comprábamos Le Monde los viernes por el suplemento de libros y las crónicas de cine. Yo las recortaba y las pegaba en un cuaderno. Isaiah Berlin sí creía en el poder de las ideas. El mundo del pensamiento explica y jalona buena parte de la actividad humana, y la novela o el cine son una reflexión sobre esta condición: un pedazo de la realidad de la que también debe ocuparse el historiador.
P. ¿Y su dedicación a tantos trabajos de síntesis?
R. Me propusieron hacer una “historia mínima” de España y acepté halagado porque el encargo procedía del Colegio de España de México y era un homenaje a Daniel Cossío Villegas: palabras mayores. Es un trabajo que exige muchas lecturas para poder ir a lo esencial y establecer los temas más sustantivos. He querido ir introduciendo la idea de que hay mucho de azaroso en la historia, y las cosas pudieron haber sido muy distintas.
P. ¿Cómo ve la España de ahora?
R. Con perplejidad, irritación y preocupación. Hay mucha confusión. Quizá un sistema de partidos más complejo favorezca el juego de consensos y alianzas, habrá que esperar. Pero todo lo que he ido viendo me resulta desolador, o por quitar dramatismo, decepcionante. Camus dijo en algún momento refiriéndose a la crisis de Argelia que la situación era seria pero no trágica. En España la cosa es seria y preocupante, decepcionante en muchos sentido, pero todavía no ha llegado a ser trágica.
Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

José Andrés Rojo
Redactor jefe de Opinión. En 1992 empezó en Babelia, estuvo después al frente de Libros, luego pasó a Cultura. Ha publicado ‘Hotel Madrid’ (FCE, 1988), ‘Vicente Rojo. Retrato de un general republicano’ (Tusquets, 2006; Premio Comillas) y la novela ‘Camino a Trinidad’ (Pre-Textos, 2017). Llevó el blog ‘El rincón del distraído’ entre 2007 y 2014.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_