Un intercambio duro y brillante
Más allá de los rifirrafes, el debate celebrado resalta por la novedad de los participantes
Si querían ganar el debate electoral organizado por EL PAÍS, cada uno de los candidatos necesitaba demostrar que los adversarios eran débiles o inconsistentes para dirigir España. Albert Rivera lo intentó desde el primer momento con respecto a Pedro Sánchez, y este le replicó tratando de fijarle como hombre de derechas, mientras Pablo Iglesias empleó bastantes de los segundos que le correspondían en llamar —paradójicamente— a la moderación. Subestimar a los competidores o desestabilizarles, una actitud propia de los cara a cara bipartidistas, resulta mucho más arriesgado cuando el escenario del debate acoge a varios actores políticos, en correspondencia con la mayor pluralidad de la sociedad.
Pedro Sánchez se mostró firme en la línea de ataque a la política del ausente Mariano Rajoy. Pero su colocación en el atril central del escenario daba una imagen clara de la situación electoral que afecta al PSOE: tiene un competidor fuerte a su derecha, Albert Rivera, y otro a su izquierda, Pablo Iglesias. El primero trataba de culparle de lo que presentaba como fracasos del bipartidismo y de no defender su propio programa, mientras Iglesias atacaba al socialista por falta de credibilidad. Quedó claro de dónde quieren sacar votos los partidos emergentes.
Más allá de los rifirrafes, el duro debate celebrado resalta por la novedad de los participantes. Apenas conocía alguien a Sánchez cuatro años atrás, fuera de reducidos círculos del PSOE, y aunque no falta quien trata de serrarle el sillón de mando, es el líder del partido y ahora se encuentra en la operación de acceso a La Moncloa. No menos interesante es el caso de Rivera, casi desconocido fuera de Cataluña hasta hace poco más de un año y que ahora se codea con los que corren la carrera electoral en cabeza. E Iglesias, el político revelación del final de la legislatura, actualmente ocupado en rehacer una base social que era más amplia hace solo unos meses, tiene un suelo de votos que ha sido el techo de IU a lo largo de la historia democrática.
Toda esta novedad resalta aún más por la ausencia de quien debería haberles acompañado en el debate de anoche. En principio, se puede pensar que Rajoy se ahorró el debate para evitar un alud de críticas de las que puede resultar difícil defenderse. Sin embargo, la gran mayoría de las encuestas coincide en que el PP puede ser el partido más respaldado el 20 de diciembre, pero le faltan reservas de votos suficientes no ya para repetir sus resultados de 2011 (44,6% de los sufragios), sino para acercarse a ellos ni de lejos después de haber gobernado cuatro años sobre la base de una mayoría absoluta parlamentaria. Parece, por lo tanto, que Rajoy no debería conformarse con la base más fiel y tradicional del PP. Más bien necesita activar sus apoyos, en vez de mantener actitudes de reserva que muchos pueden interpretar como de miedo a perder ante aspirantes de imagen más fresca y no desgastados ante la opinión pública.
Otra cuestión es el fondo del problema, lo que se juega en las elecciones. A este país le espera otro ajuste importante de gastos en la próxima legislatura —salvo que la Comisión Europea permita saltarse los objetivos de déficit— y una reforma constitucional como eje de los cambios políticos indispensables. De lo primero no se habló nada, de lo segundo bastante poco. Para aclarar las dudas de los ciudadanos, habría sido más productivo que los protagonistas se hubieran tirado menos los trastos a la cabeza. Pero eso es inherente a todos los debates, incluso a este, celebrado en presencia de público, una cualidad inédita hasta ahora en los debates electorales a La Moncloa.
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