El atril vacío
Mariano Rajoy no quiere debatir con los renovadores de la política
El presidente del Gobierno y del PP, Mariano Rajoy, se ha descolgado del debate con los principales candidatos a La Moncloa organizado por EL PAÍS para el próximo día 30. Y no porque sus altas responsabilidades en la gobernación del Reino le exijan ocuparse de otros asuntos, sino porque se está preparando una entrevista en solitario del presidente en una cadena privada de televisión, el mismo día y a la misma hora del debate al que había sido invitado junto con Pedro Sánchez, Albert Rivera y Pablo Iglesias.
Que el veterano dirigente del PP se niegue a debatir con tres renovadores de la política española dice mucho del estrecho marco en que se ha encerrado. Nadie puede acusarle de incoherencia, vista su táctica habitual de dormir los debates políticos de todo género: baste recordar la alergia demostrada a discutir en el Parlamento durante la legislatura recién terminada. Sin embargo, también revela la fragilidad de fondo de un político que solo se permite comparecencias públicas en las que pueda sentirse muy cómodo, para lo cual, como en este caso, se hace entrevistar en solitario.
De ahí que el líder del principal partido de España no quiera confrontar ideas ni proyectos, incluso en vísperas de que esos mismos ciudadanos decidan en las urnas sobre la renovación del contrato o su posible despido. Al hacerlo así se separa de la normalidad instalada en otras democracias avanzadas, en las que hay debates entre los que aspiran a seguir en el poder y los que intentan relevarles. La cuestión es que estamos en pleno siglo XXI y La Moncloa se niega a satisfacer lo que, con toda evidencia, es un derecho de los electores.
Hay que decidir quién merece más la confianza de los futuros votantes para asuntos tan importantes como la salida de la crisis económica, el modelo social, la reforma de la Constitución o el papel de España en el convulso escenario internacional. Son los ciudadanos los que necesitan contar con elementos de juicio para inclinarse por una u otra alternativa, y los partidos tienen la obligación de proporcionárselos. La confrontación pública aporta una información que no puede extraerse de los mítines ni de los espacios publicitarios contratados —y, en el caso de la televisión pública, emitidos por imperativo legal—. Los debates son oportunidades para que las propuestas de los partidos no se diluyan y adquieran un mayor grado de compromiso ante los ciudadanos.
Hay quien puede pensar que Rajoy no debate con Sánchez, Rivera e Iglesias para hurtar el fuerte contraste de imagen entre su prolongada trayectoria vital y política y el aspecto más fresco y renovador aportado por los demás. Otros creen, por el contrario, que la veteranía y la experiencia del presidente pueden aportar puntos a su favor frente a políticos que no han ejercido tareas de gobierno.
Cualquiera de estas explicaciones son secundarias respecto al hecho central: por más vueltas y revueltas que se le dé al asunto, lo que ocurre es que el líder de uno de los principales partidos de España rehúsa a los ciudadanos el derecho de verle debatir con sus principales oponentes electorales.
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