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Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Desmadre a la catalana

Lo sorprendente es que más catalanes no hayan votado a favor de la independencia

Lo sorprendente es que más catalanes no hayan votado a favor de la independencia. El 50 por ciento y pico que no dio su voto a los partidos independentistas en las elecciones parlamentarias del domingo ha demostrado una encomiable paciencia dada la sordera de Madrid y, en particular, del partido de gobierno español.

Claro, ayuda que la coalición por el sí hace pensar a veces en una alianza entre los Borgia y los desaforados universitarios de la película “Animal House”, conocida en castellano como “Desmadre a la Americana”. Pero por esto no debemos menospreciar la calma y racionalidad – o “seny”, como dirían en catalán – de los que evitaron sucumbir a la tentación de mandar al resto de España a freír buñuelos. Habrán hecho sus cálculos económicos, habrán sentido temor por lo desconocido pero también habrán entendido que romper con España es para siempre mientras que la permanencia del Partido Popular de Mariano Rajoy en el gobierno es solo temporal.

Si yo fuera catalán me hubiera costado actuar con tanta pausa. Admiro a mis amigos catalanes que lo pudieron hacer. Entiendo a los que no.

He vivido 15 de los últimos 17 años en Catalunya. Cuando llegué en 1998 el movimiento secesionista parecía reducirse a tres señores mayores sentados en una mesa en las Ramblas de Barcelona con una bandera catalana independentista– “la estelada” -- como mantel. No se les hacía mucho caso. Se les empezó a hacer tras la crisis económica de 2008, que a su vez destapó una crisis de legitimidad moral; cogieron carrera en 2010 con la sentencia del Tribunal Constitucional de España contra el estatuto de autonomía catalana; y el 11 de septiembre de 2012 salió un millón de personas a las calles de Barcelona a pedir la independencia.

¿Cuál fue la respuesta del PP? ¿Escuchar lo que este sector de la sociedad catalana decía? ¿Pensar en la significativa mayoría de catalanes que aún no compartía el deseo de abandonar España? ¿Dialogar? ¿Mostrar respeto? En resumen, ¿hacer política? No. El partido de gobierno fomentó – y se hizo eco de -- la rabiosa indignación de la turba española. Rajoy y sus aledaños no dijeron “malditos catalanes, que se vayan a la mierda”, pero trasladaron perfectamente el mensaje, recibido bien clarito en Catalunya, que eso era lo que pensaban. La soberbia ha caracterizado las palabras, las acciones y las inacciones del PP desde 2012 (o desde antes, en tiempos de Aznar, si somos honestos) al día de hoy. Rajoy se queda quieto como una momia pero sus ojos expresan desdén.

Los buenos amigos que he hecho en Cataluña han sido, en su mayoría, antinacionalistas. Más que ofenderme, el nacionalismo me aburre. Pero he notado cambios desde 2012. Amigos que antes habían considerado que el proyecto de independencia catalana era un disparate comenzaron a decir que entendían por qué había gente que lo apoyaba. Otros, entre ellos empresarios que sabían que se perjudicarían económicamente si Catalunya dejara España, me dijeron que estaban cada día más hartos del trato que recibían del gobierno español y que, daba igual si perdían dinero, había llegado la hora, por una cuestión elemental de dignidad, de optar por la independencia.

Pero el desprecio del PP hacia los catalanes no existe en un vacío. Lo detectan aquellos de mis amigos catalanes que de vez en cuando viajan a Madrid; lo detecto yo en mis frecuentes visitas a la capital y a otras partes de España. Tarde o temprano alguien hará un comentario despectivo sobre “los catalanes”, metiéndolos a todos en el mismo cajón, deshumanizándoles. En estos momentos pienso en mis amigos catalanes de carne y hueso, cada uno de ellos infinitamente variado en su manera de ser y de pensar, y me indigno. Me pasó la semana pasada en la calle O’Donnell. Un madrileñito cabreado soltó la – para mí -- incendiaria frase “los catalanes” durante un discurso que me daba sobre el tema de la independencia, y tuve que hacer un esfuerzo para no decirle exactamente lo que pensaba de él. Él me dijo lo que me dicen muchos, que soy de fuera y no entiendo nada. Lo que me recordó a lo que me escupían a menudo sudafricanos blancos cuando discutíamos sobre el apartheid: “es que tú no entiendes a nuestros negros”. El contexto es diferente, pero la deshumanización es igual.

Por supuesto que el sector independentista catalán tiene su cuota de culpa, idiotez y altanería en todo esto, pero de ello ya se ha escrito mucho en los medios. La cuestión es que le ha incumbido al gobierno central demostrar la madurez y el pragmatismo para arreglar el asunto, partiendo de la premisa adulta de que el mundo es como es, no cómo quisiéramos que fuera. Por una sencilla cuestión de eficacia política, el punto de inicio de todo debería haber sido el respeto, justo lo que más les ha faltado a Rajoy y compañía. Hoy lo que vemos como consecuencia es un panorama político español y catalán bochornoso, una gran merienda de monos.

Todo se podría haber evitado con el diálogo. Yo hubiera ido más lejos. Hubiera seguido el ejemplo del gobierno conservador británico y, adiós a los legalismos constitucionales en los que se refugia Rajoy, hubiera creado los mecanismos para que se llevara a cabo un referéndum en Catalunya. En tal caso no estaríamos donde estamos, en el caos y la incertidumbre. Habría paz social con Catalunya dentro de España. Pero, claro, igual no entiendo nada.

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