Los 102 años de Silvestre y Silvestra
Dos ancianos centenarios que nacieron el mismo día de 1912 se encuentran en un hospital
Silvestre Llorente Núñez y Silvestra Mahíllo Garrido llevan en este mundo 37.230 días, 102 años cada uno. Los dos nacieron el 31 de diciembre de 1912, el día de San Silvestre, de ahí sus nombres. Él está en la habitación 525 y ella en la 518. A 17 pasos. No se han visto nunca, ni tienen parientes en común, nada. Se han conocido por casualidad en el hospital Virgen del Puerto de Plasencia (Cáceres). Un enfermero dio el chivatazo a Celia, una de las tres nietas de Silvestre y desde entonces la pareja de centenarios son la comidilla de la quinta planta del centro sanitario donde ambos pasan unos días aguantando las mascarillas de oxígeno.
"Cuando me lo contaron me extrañé. Pensé que era una broma, encontrarnos aquí, qué coincidencia", dice Silvestra, tumbada en la cama. Hace cuatro meses que se cayó por unas escaleras, se dañó la clavícula y unas articulaciones de la mano derecha. Ahora la han ingresado porque llevaba unos días callada, muy fatigada. "Como si le hubiera dado alguna cosina", dice una de sus hijas usando el diminutivo del dialecto castúo. La llevaron al médico de su pueblo, Montehermoso, y de ahí, la derivaron a Plasencia, a unos 30 minutos en coche. "Tengo tres hijas y un varón. Carmen nació en el 43, María Jesús en el 41, Antoliano en el 47 y Orencia en el 49. Tengo 9 nietos, una nieta y siete bisnietos, y esa que está aquí, —apunta con el dedo— es la más grande". No falla una. Y todos, hasta su compañera de habitación, se ríen.
— ¿Usted será la mayor de su pueblo?
— Por supuesto, y cuando voy a Valdeobispo a casa de mi hijo, soy la mayor de Valdeobispo.
Silvestra caminó descalza hasta los 16 años. "Los hombres trabajaban y tenían antes los zapatos", explica una de sus hijas. La anciana se ha dedicado toda su vida a la agricultura. "Yo segaba y segaba. He recogido algodón, pimientos, garbanzos. Cuando más hambre pasé fue en el 45", dice. "Y segaba, segaba mucho", repite con la memoria fresca de los viejos cuando los recuerdos son muy antiguos. También trabajó llevando en su cabeza una tabla donde transportaba harina para la tahona del pueblo. Ya hace 35 años que se quedó viuda. Su marido se puso “pachucho” la nochebuena de 1980 y falleció. "Fue un infarto", corrige su hija. Silvestra pasa tres meses con cada hijo. "De la cabeza —se señala con el dedo índice en la sien— estoy bien". Se coloca su pelo blanco impoluto, que está desaliñado en la almohada. "Y de las piernas", hace un breve silencio y mueve las manos con el gesto de regular, "así, así".
— Silvestre, ¿y sabe a qué hora nació usted?
— A las once de la noche.
Silvestre es más mayor que Silvestra por sólo seis horas. Lleva 10 días ingresado por una neumonía que, como si fuera una batería, le apaga el ánimo según pasan las horas del día. Aunque dicen los médicos que recibirá el alta "muy pronto". Silvestre no llega a 36 kilos. "Cada año baja uno", recuerda una de sus tres nietas.
La vida de Silvestre y Silvestra está ligada al campo extremeño. Él nació en Barrado, un municipio de casi 500 habitantes en pleno corazón del Valle del Jerte, a unos 28 kilómetros de Plasencia. Al cumplir los 100 fue el encargado de dar el pistoletazo de salida de la carrera de San Silvestre en su pueblo. Y hasta hace una semana, según cuentan sus nietas, se desplazaba perfectamente por las callejuelas del municipio. "Era completamente independiente". Se levanta, se asea, desayuna y se marcha. O bien a su huerto o bien a cuidar de sus gallinas. Es su rutina. "Tengo once gallinas y un gallo", dice abriendo unos diminutos ojos de color miel, con una voz bajita, silenciosa. Cada mañana, antes de ir a las gallinas, les prepara cuidadosamente la comida. Agarra el pan y las sobras del día anterior y en unos minutos los convierten en minúsculos dados. "A mi no me quieren mucho porque yo les tiro la comida a lo bruto, pero él las tiene muy mimadas", cuenta su nieta.
Dice Silvestre que a los seis años recibió una paliza de su padrastro que no olvidará jamás. "Me dejé morir un guarrapino". A los siete, cuando tuvo sus primeros zapatos, subía por las empinadas montañas del Jerte para pastorear las cabras. "Pero a mí no me gusta el queso", dice. Silvestre fue a la guerra solo un año porque se hizo "el bajito", como en el romance de Curro el Palmo, para no dar la talla. Pese a su extrema delgadez come de todo, pero todo batido. "Cuando concluya 2015 llevará diez años teniendo como dieta potitos y yogures. Podría perfectamente salir en un anuncio de Danone", se ríe su nieta. Dice que ahora mismo lo mejor que tiene son ellas y sus bisnietos: Catalina, de 10, y León, de 8, pero mueve la cara y arquea las cejas como diciendo: "Pero son unos trastos de cuidado".
Ahora los dos ancianos han tenido la oportunidad de conocerse. A pesar de que las habitaciones están muy cercanas, no era fácil. "A mí no me importa hacerme una foto con él, pero yo no voy a salir de la habitación, que venga él si quiere, como debe ser", despachó Silvestra. Y así fue. Pero no se dijeron gran cosa, acoquinados como están con los achaques.
Las bromas ante casos así siempre son las mismas: "Los tenemos que casar", dice un paciente.
"Yo casarme no, pero un baile cuando lo vea sí que me echo", dice Silvestra. Entonces, las nietas de Silvestre caminan los 17 pasos hasta la habitación 525, abren la puerta y le cuentan la propuesta. "Yo hace mucho que no bailo, pero si tengo que bailar, bailo".
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