Política y delirio
El alejamiento de lo cotidiano explica algunos comportamientos aberrantes de los políticos
Rodrigo Rato, poderoso e intocable ministro de Economía con Aznar, va camino de convertirse en icono de los comportamientos personales que han degradado el sistema político y han generado una enorme desconfianza entre los ciudadanos. El hombre que aspiró a suceder Aznar, que fue premiado con la dirección el FMI, del que salió por la puerta falsa sin que nunca se haya dado una explicación, y que lideró la liquidación de Caja Madrid y su transformación en Bankia, acumula imputaciones por delitos societarios, estafa y falsedad. Y ahora se sabe que se acogió a la amnistía fiscal del Gobierno Rajoy y es investigado por blanqueo.
El caso Rato expresa una idea patrimonial del Estado que habita a menudo en nuestros gobernantes, una pérdida de la conciencia de los límites, una abrumadora sensación de impunidad y de superioridad, cuya expresión verbal y gestual es el desdén y la arrogancia, convertidos en segunda naturaleza de los portavoces del PP. Una vez más, hay que preguntarse si los partidos son el instrumento adecuado para la selección de responsables políticos. En nuestro sistema, se sube por cooptación. Es decir, por un estrecho canal de lealtades y complicidades internas, fuera del campo de visión de los ciudadanos. Los votantes se limitan a elegir qué partido gobernará, teniendo al líder máximo como principal referente. El voto otorga el poder pero en ningún caso puede garantizar la calidad y solvencia de unos equipos formados en la opacidad y bajo el principio de que el que se mueve no sale en la foto.
La obligación de ejemplaridad que el ejercicio de un cargo público exige decae automáticamente
En este entramado aristocrático, la obligación de ejemplaridad que el ejercicio de un cargo público exige decae automáticamente. ¿Cómo explicar la inconsciencia que les lleva a comportamientos delirantes, con altísimo riesgo para su reputación? El sociólogo francés Jacques Julliard sostiene que los gobernantes habitan en una situación que “les libera de la resistencia de lo real y de las leyes de la gravitación” que rigen entre los mortales. Ciertamente, este alejamiento de lo cotidiano explica algunos comportamientos aberrantes.
Como los explica también la adulación permanente en la que viven, que les ciega a la hora de distinguir los límites de lo que les está permitido. Pero, en España, tiene mucho que ver con una cultura política del poder como propiedad y prolongación de un sector social (del que Rato era un genuino representante). Y con una idea predemocrática del Estado basado en la tradición cultural del ordeno y mando muy arraigada. El rígido y excluyente bipartidismo que ahora empieza a romperse es la expresión de una democracia esclerotizada, poseída por unos pocos, unidos en una corporativa defensa de sus intereses.
Dice la leyenda urbana, que preguntado Rato en los noventa, por qué la cúspide del PP había optado por Aznar como líder, contestó: “Porque era el que tenía la cuenta corriente más liviana”. Aún no habían perdido el sentido de la realidad, pero el razonamiento ya contenía lo que vendría después. Ahí empezó la debacle.
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