Ciudadana Cristina
No hay ciudadanía común cuando una elite está exenta de la obediencia a las leyes

Innumerables han sido los obstáculos que los españoles se han visto obligados a derribar desde que aquel eminente economista y jurisconsulto que fue Álvaro Flórez Estrada estampara en su proyecto de Constitución como artículo primero: “Ningún español será llamado vasallo. Todos serán llamados ciudadanos españoles”. No alcanzó esta proclama su lugar en la Constitución de Cádiz, pero quedó desde aquellos años de guerra por la independencia y de revolución por la libertad como la meta siempre pendiente de conquistar, un paso adelante y dos atrás y vuelta otra vez a empezar; larga y tortuosa historia en la que muchos ofrendaron sus vidas y muchos más, durante demasiado tiempo, vieron pateada su condición de ciudadanos, convertidos por la fuerza de las armas o de la religión en súbditos o vasallos.
Es la ciudadanía lo que marca a fuego nuestra pertenencia a una comunidad política de hombres y mujeres libres, y es por eso la condición de ciudadanos la que nos impone deberes y nos atribuye derechos sin los que no sería posible alcanzar la libertad y conservarla.
Y en este punto no hay excepción que valga: la vigencia de los derechos políticos que nos constituyen en miembros activos de una comunidad dependen en todo momento de la condición reconocida de ciudadanos, que es inseparable del imperio de la ley, igual para todos. No hay, no es posible que haya, ciudadanía común cuando una elite de privilegiados está exenta de la obediencia a las leyes.
No hemos sido nosotros educados en esos valores, ciertamente: la ley —nos han enseñado— está para burlarla; sólo tienes que cuidarte de que no te pillen en el delito. Constituye una causa formidable del desastre moral en que nos ha sumergido la corrupción política que quienes más obligados estaban a cumplir la ley, por su significación simbólica o en razón de su representación política, hayan sido los más diestros y pertinaces a la hora de burlarse de ella: presidentes de comunidades autónomas, ministros, consejeros, diputados, alcaldes, concejales, cuyo primer timbre de gloria tendría que haber sido el ejercicio del poder cumpliendo y haciendo cumplir la ley, han acabado en el banquillo de los acusados.
Toca hoy a una infanta, que lo es por ser ciudadana de un Estado de derecho y por ese título, por el que tanta sangre se ha derramado en España, obligada al cumplimiento de la ley. Los jueces dirán lo que sea menester en relación con su presunto delito; mientras tanto, bienvenida sea a la comunidad de ciudadanos libres e iguales.
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