Homenaje a Excalibur: por qué nos duele tanto que muera nuestro perro
Perros y humanos comparten relativamente pocas enfermedades infecciosas. Las zoonosis transmitidas de unos a otros son raras.
El sentimiento de pérdida y el dolor emocional que nos causa la muerte de nuestro perro es sorprendentemente el mismo que nos invade con el fallecimiento de amigos o familiares. Lloramos, nos invade el recuerdo del compañero perdido durante días enteros, y hasta se lo ocultamos a los niños pequeños de la casa para evitarles sufrimiento. No digo que la intensidad del dolor sea la misma. Si cabe, el periodo de luto es más corto que en el caso de un ser querido humano y no es infrecuente que tratemos de pasar página rápidamente adquiriendo o adoptando una nueva mascota. No obstante, y como muestra de aprecio eterno, entre los pocos cementerios para animales con lápidas y todo, abundan los de perros y en menor medida los de caballos. El resto de mascotas acaban al morir en la basura o en un rinconcito del jardín con poca ceremonia.
Aunque imagino que cada experiencia es diferente, ese casi inexplicable apego emocional al perro, ofensivo a veces para los que nunca tuvieron uno, bien merece un análisis. Y eso es lo que quiero ofrecer con esta reflexión que basaré en la complejidad de la comunicación que, en el mundo animal y fuera de otros humanos, sólo alcanzamos con esos animales carnívoros de cuatro patas que nos sonríen moviendo la cola.
La del perro es la primera domesticación que se produce en la evolución humana. Descendientes del lobo, su domesticación pudo ocurrir hace 15,000 años
Entre los animales domesticados, y el perro lo es, se pueden establecer inmediatamente dos categorías: los que constituyen una reserva de proteína y acaban en el plato, y los que nos ofrecen servicios más sofisticados durante sus vidas. Entre los primeros figuran prominentemente cerdos, vacas, ovejas, cabras y aves de corral. Entre los segundos, los animales de carga, tiro, monta o ayuda en la caza: camellos, asnos, caballos, búfalos asiáticos y el cosmopolita perro, que bien con apenas dos kilos de peso (el chihuahua, por ejemplo) o con cerca de 90 (el San Bernardo), constituye una sola especie biológica. Para salir al paso de críticas fáciles, reconoceré que los de la segunda categoría acaban también cocinados en muchas ocasiones. Al final de sus vidas, o bien cuando el humano pasa hambre. Aunque en este último caso es consumo de supervivencia y se podría hablar de una suerte de canibalismo.
Pues bien, la del perro es la primera domesticación que se produce en la evolución humana. Descendientes del lobo, su domesticación pudo ocurrir hace 15,000 años, aunque algunos autores sugieren que ocurrió mucho antes, hasta 36,000 años antes del presente y con algunos neandertales habitando en la península Ibérica. En uno u otro caso, los perros se domestican en el paleolítico, cuando los humanos eran cazadores-recolectores y no habían desarrollado la agricultura. Tampoco, por definición, la ganadería. El ganado vacuno se domestica en el neolítico a partir del extinto toro salvaje o uro, lo mismo que los bóvidos, los burros y los caballos (éste a partir del también extinto caballo salvaje).
El perro comienza pues su andadura al lado del humano como primera especie animal o vegetal jamás seleccionada. ¿Qué beneficio obtuvimos o qué servicio nos proporcionaron?
El perro no es cualquier animal doméstico y es con todo derecho un miembro de la familia, a la que se entrega y defiende con pasión
Antropólogos y paleontólogos han visualizado los primeros contactos como un posible mutualismo: lobo y hombre se beneficiarían en la caza o en el carroñeo cooperando en la defensa frente a predadores más temibles que ambos. El lobo –luego perro-, aportaría su exquisito sentido del olfato y el oído. El humano su inteligencia, plasmada en el uso de herramientas líticas, el manejo del fuego y un sentido de la vista que aportaba una altísima discriminación de colores y gran agudeza visual. Ambos tienen por convergencia estrategias de comportamiento similares: son grupales, obedecen a líderes y presentan una indecible resistencia en la persecución. No son velocistas, se trata de incansables corredores de fondo. Perro y humano, o viceversa, se convierten en una máquina de caza casi perfecta. Que, por cierto, perdura hasta nuestros días.
Y esa alianza se cimienta, además, en la circunstancia de que perros y humanos comparten relativamente pocas enfermedades infecciosas. Las zoonosis transmitidas de unos a otros son raras. Cánidos y primates nos encontramos alejados en el árbol de la vida y no nos ponemos en alto riesgo mutuo. Por suerte para ellos, los perros no son los animales de laboratorio más codiciados para ensayar fármacos. Si acaso, perros y humanos nos pasamos garrapatas y pulgas, pero estos parásitos externos no suelen poner tan en riesgo nuestras vidas como amenazantes virus o bacterias (causantes de tuberculosis, gripe o peste) que sí transmiten otros animales domésticos o comensales como las ratas.
Cuando escuchamos la historia del malogrado Excalibur, seguro que muchos de nosotros sentimos un escalofrío mirando a nuestro mejor amigo
Pues sí, es seguro tener perro junto a nosotros. Entienden lo que les pedimos y comen casi lo mismo que nosotros. Una vida en común fácil y placentera. Una relación antiquísima que ha dado lugar a la selección de perros de todo pelaje y tamaño. Con funciones de pastoreo, vigilancia, ataque, salvamento, detección de sustancias, o la simple compañía… siempre basado en códigos de comunicación de mutua comprensión. Los perros llegan a entender nuestras señales de comunicación, por gestos o verbales, y nosotros llegamos a entender las suyas. Sabemos cuando enferman y detectamos sus estados de ánimos. Sabemos cuando quieren comer, beber, entrar en casa, subirse al sillón o jugar con nosotros. El juego compartido da mucho juego, valga la redundancia. Un perro juega con su “dueño” o quiere hacerlo hasta su muerte. Un animal que pudiera herirnos con sus dientes, al jugar renuncia a ellos en un combate ritual en la que ambos testamos nuestras fuerzas sin lastimarnos. Quién sabe si a modo de entrenamiento para la caza en común que practicaron sus ancestros y los nuestros.
La alianza ancestral con el perro es única por esa comunicación intensa y precisa. El perro no es cualquier animal doméstico y es con todo derecho un miembro de la familia, a la que se entrega y defiende con pasión. Es un animal que no ensucia su cama –todos los demás domésticos no controlan esfínteres, descontando el gato- y se ha ganado dormir en la nuestra. Sí, el perro es algo más que un animal esclavo. Y en nuestra escala de aprecio animal va seguido a distancia por el caballo, un notable símbolo de estatus a lo largo de la historia y otro animal con el que es posible comunicarse. Mucho más lejos quedan todos los demás.
Así que cuando escuchamos la historia del malogrado Excalibur, seguro que muchos de nosotros (me resisto a llamarme dueño o propietario) sentimos un escalofrío mirando a nuestro mejor amigo. No nos hubiera gustado nada que le tocara a él.
Profesor de Investigación del CSIC
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